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31 diciembre 2017

Sesquidécada: diciembre 2002

En las últimas horas del año, recupero para esta sesquidécada tres lecturas de aquel otro diciembre de hace quince años, tres lecturas diversas que he seleccionado para que puedan servir a alguno de regalo de Reyes.

La primera es un clásico de la novela negra, que convendría recuperar también en su versión cinematográfica: El halcón maltés, de Dashiell Hammett. Es una novela que merece la pena leer, aunque solo sea por el placer de revivir el ambiente de uno de los géneros más populares del siglo XX. Ahora que el género policíaco abusa en demasiadas ocasiones del efectismo o de la crudeza sangrienta, conviene releer esta novela clásica para no perder los referentes.

La segunda obra apunta hacia las curiosidades de la lengua: El porqué de los dichos, de José María Iribarren. Es una obra divulgativa y enciclopédica que pretende recoger el origen de muchas frases hechas y refranes de la lengua castellana. Probablemente, ahora que todo está en internet, no tenga mucho sentido acometer esta empresa en ese formato, pero un libro siempre es un libro, y regalar enlaces de internet o documentos en PDF no tiene mucho sentido.

La última obra seleccionada para cerrar este año es otro clásico, esta vez menos conocido: La farsa infantil de la cabeza del dragón, de Valle-Inclán. Es una obra que pude ver representada hace años por una compañía de teatro amateur y que me encantó, por la habilidad de Valle para construir una obra en apariencia infantil, pero con un brillante trasfondo crítico. Hace quince años intentamos ponerla en escena en la asignatura de teatro de 4º de ESO, pero mis habilidades como escenógrafo no daban para tanto y apenas pudimos pergeñar algún fragmento. Os recomiendo su lectura y, a los más atrevidos, llevarla al aula.

Y con estas lecturas, cerramos el año y nos encaminamos hacia el 2018, fecha en la que este blog cumplirá los doce años de existencia, con lo que pronto entrará en la adolescencia, así que perdonen de antemano sus rebeldías e ingenuidades.
Feliz 2018

26 noviembre 2017

Sesquidécada: noviembre 2002


Noviembre de 2002 me pilló lejos de casa, casi enclaustrado en una habitación de piso compartido de estudiantes, pero con edad impropia de ello. En aquella especie de retiro espiritual, me acompañaron, entre otros, el fino humor surrealista de Cortázar y sus Historias de Cronopios y Famas, y la austera Consolación de la filosofía de Boecio. Sin embargo, quiero destacar para esta sesquidécada no a esos grandes maestros, sino una obra de un autor no tan conocido, que vuelve 15 años después para aterrizar de nuevo en mi vida y mi aula. Se trata de La visita del inspector, de J.B. Priestley (también traducida como El inspector llama o Ha llegado un inspector), una obra de teatro con unos giros dramáticos muy interesantes y con un trasfondo social también importante. Es complicado hablar de ella sin desvelar la trama, así que os animo a que la leáis, ya que creo que puede dar juego en clase. Por eso la voy a recuperar este trimestre para mi grupo de 4º de ESO, con la intención de remover un poco las conciencias.

Y ya sabéis, si os toca algún día el destierro en soledad, entregaos sin mesura a la compañía de los clásicos, que siempre animan y consuelan a partes iguales.

23 octubre 2017

Sesquidécada: octubre 2002

Juan José Millás ha ocupado numerosas notas de este blog, varias de ellas en anteriores sesquidécadas, pero he de volver una vez más a él, porque en aquel octubre de 2002 andaba leyendo sus "articuentos", un género que el propio autor definió como un híbrido entre artículo y cuento.
Creo que en el futuro se reconocerá la grandeza de Millás como un autor de vanguardia, pese a que muchos contemporáneos ponen en cuestión su calidad literaria. Debo reconocer que mi pasión por Millás ha ido decayendo en los últimos años, quizá porque es difícil mantener con dignidad una producción periodística y literaria en estos tiempos tan extravagantes, en los que el periodismo y la cultura parecen encaminarse a una pleitesía desmesurada a cambio de subvención. Millás es un autor que ha cultivado el ingenio literario con una habilidad asombrosa, sobre todo en esos pequeños textos que son sus columnas de opinión con estilo literario. Muchas de ellas se pueden considerar microrrelatos, ya que apenas tienen un mínimo de entronque con la realidad actual del momento. Sin embargo, las más jugosas para mí son aquellas en las que el elemento extrañador de la literatura sirve para reducir al absurdo la realidad y ponerla en evidencia. En aquellos años, y durante mucho tiempo después, fui ávido lector de los textos de Millás, con más entrega a sus artículos que a sus novelas, que considero de menor calidad. Algunos de esos artículos los he usado en clase para trabajar el comentario de textos. Lamentablemente, he ido perdiendo un poco el hilo de sus escritos a medida que el periodismo que les servía de vehículo se ha ido degradando. Así pasé de comprar el periódico todos los días a hacerlo solo los fines de semana, hasta dejar de comprarlo definitivamente cuando he constatado el alejamiento de la realidad de la prensa impresa. Resulta curioso que Millás no haga una columna al respecto de ello, resaltando esa paradoja que hace que los grandes medios de comunicación se hayan convertido en medios de desinformación. Tal vez basta con leer sus columnas más recientes para comprobar que aquel Millás protestón e irónico ha dejado paso a un escritor moderado al que le cuesta alzar la voz.

30 septiembre 2017

Sesquidécada: septiembre 2002

Septiembre de 2002: hago las maletas y me voy a un cole privado en el ombligo de la meseta. Allí descubro que los profes preparan e imparten sus clases, pero además ayudan en el comedor escolar, hacen guardias de patio, día sí, día también, acompañan en la ruta del transporte y, si es necesario, se quedan a las reuniones con las familias los sábados. Probablemente, para el profe que solo ha conocido la jornada en la escuela pública esto parezca infernal, pero para los que llegan de otras jornadas aun más largas es simplemente un cambio de hábitos. 

En 2002 todavía no había internet ni wifi en muchos hogares, y menos en los pisos compartidos de estudiantes, como el que me sirve de albergue en todo este extraño curso. Con una jornada que ocupaba casi todo el día, apenas tenía tiempo de aburrirme, y el mayor consuelo en la soledad y la distancia era la lectura. Por eso, el primer protagonista de esta sesquidécada es un ensayo de Alberto Manguel llamado Una historia de la lectura. En los viajes de ida y vuelta a mi auténtico hogar, en el retiro espiritual de una habitación de apenas cinco metros cuadrados escamoteada a un salón compartido, en el frío atardecer de los parques del bajo Guadarrama, en las tristes despedidas y los alegres reencuentros, los libros me van haciendo compañía y llenan de sentido esta búsqueda de un oficio que se fraguaba hace quince años.
Dice Manguel en su ensayo
“Desde siempre, el poder del lector ha suscitado toda clase de temores: temor al arte mágico de resucitar en la página un mensaje del pasado; temor al espacio secreto creado entre el lector y su libro, y de los pensamientos allí engendrados; temor al lector individual que puede, a partir de un texto, redefinir el universo y rebelarse contra sus injusticias (...) Todos nos leemos a nosotros mismos y el mundo que nos rodea para poder vislumbrar qué somos y dónde estamos"
Aquel era sin duda mi propósito: redefinir el universo, rebelarme contra las injusticias y vislumbrar quién soy y dónde estoy, algo que todavía no he consumado, creo.


El segundo libro que recupero para esta sesquidécada no necesita muchas presentaciones, como demuestran todas aquellas obras que tienen su propia entrada en la wikipediaEl nombre de la rosa, de Umberto Eco. Por aquellas fechas ya se había estrenado la película y el libro había entrado en la categoría de best seller, lo que había convertido a su autor en un icono cultural, más allá del ámbito de la semiótica, por el que lo conocíamos los cuatro filólogos que habíamos leído artículos especializados y otras lindezas del género como Obra abierta. Sin embargo, a pesar de la prevención con la que me sumergí en esta novela de masas, he de decir que me sorprendió muy gratamente, que me descubrió un autor especial que combinaba la erudición con las tramas cautivadoras de la novela de género, para dar lugar a una obra única que sirvió de modelo a numerosos autores que hicieron su agosto con versiones más o menos acertadas de la intriga histórico-intelectual. No he vuelto a leerla, pero creo que seguirá igual de viva y fresca, como la película, otro clásico que nos ha dejado grabadas escenas inmortales en nuestra memoria de cine.

La última reseña corresponde a una de las lecturas que por aquellas fechas era obligatoria en bachillerato y que me tocó releer para mis clases. Se trata de Niebla, de Miguel de Unamuno. También es una novela -o nivola- que no necesita presentación en el mundo de los profes de literatura. Una novela magistral para los filólogos, pero bastante opaca para los estudiantes de bachillerato, a los que los vericuetos de las vanguardias y los entresijos de la narratología les resultan bastante ajenos. No resultó nada fácil que leyesen y entendiesen esta obra, lo que me preocupaba en aquellos momentos, porque pensaba que era por culpa mía, sin darme cuenta que, en la mayoría de casos, los contenidos de los exámenes se asimilaban por memorización transitoria y que hacía falta algo más intenso que una disertación para que esos contenidos se fijasen y perdurasen. Pero para esas constataciones aún me faltaba mucho. 

En las vigilias de mi habitación mesetaria, mientras reflexionaba sobre ello, continuaba entregado a la lectura y a la escritura y me veía reflejado en las palabras de Manguel: 
“Tal vez podría vivir sin escribir. No creo que pudiera vivir sin leer”

29 agosto 2017

Sesquidécada: agosto 2002

Mientras leía hace unas semanas el último libro de Antonio Orejudo, Los cinco y yo, recordaba con buen sabor la primera novela suya que leí, Ventajas de viajar en tren, y por azares del calendario resulta que es una de las candidatas para protagonizar esta sesquidécada de agosto de 2002. 
Reconozco que me animé a leerla al ver esa portada que invita al viaje, aunque luego se trate de un viaje muy particular. Aun así, fue una novela que me gustó bastante, una de esas narraciones extrañas que siempre merecen ser revisitadas. Lástima no tener más tiempo para ello. No daré ninguna pista acerca de su contenido para que os animéis a leerla.
Hablando de viajes, la segunda reseña que rescato en estas postrimerías de agosto tiene mucho que ver con el descanso y el reposo vacacional. Se trata de Un año en Provenza, de Peter Mayle, un relato de las vivencias de un británico en el sur de Francia. Es una lectura que invita a degustar los placeres del buen comer y beber, y también a huir de las prisas y el ajetreo urbano. Una obra recomendada para superar el síndrome postvacacional.

Por último, un libro inclasificable, entre lo biográfico y lo metaliterario, la novela-ensayo Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas, un complejo entramado de ficción y realidad al hilo de los escritores que deciden dejar de serlo, si alguna vez lo han sido. Una obra que comenzó una serie en la producción de este autor solo recomendable para filólogos y aspirantes a escritor.

No me extiendo más, que ya veo acercarse septiembre por el horizonte. Feliz vuelta al trabajo.

24 julio 2017

Sesquidécada: julio 2002

Hace quince años me encontraba en una de esas encrucijadas de la vida en las que hay que decidir y arriesgar. Nunca sabré si fue un acierto o un error lanzarme definitivamente a esta aventura de la docencia y dejar mi vida anterior, pero fue en aquel verano del 2002 donde comenzó a virar mi destino hacia donde hoy me encuentro. Fruto de aquellas tensiones vitales, mi necesidad de una lectura ligera, sin complicaciones, me llevó a la primera de las obras reseñadas en esta sesquidécada: Los pilares de la Tierra, de Ken Follet. Es oficio de filólogo desdeñar los best sellers, pero en más de una ocasión he defendido la lectura de esos tochos, más livianos en lo literario que en su propio peso, como un hábito depurativo para el espíritu lector, sobre todo en el verano donde tanto bajan las defensas y el buen criterio. Esta novela y la que le sigue en la saga, Un mundo sin fin, son materia ideal para tumbarse a la sombra y dejar correr el tiempo. Adictiva, enrevesada, cambiante, tramposa... la trama te enreda como en las buenas series de televisión, y las horas se pasan volando. Hace tiempo que no me entrego a estos tochos, que he sustituido por diversos autores de novela negra que cumplen un cometido similar. Sin embargo, me complace recordar que aquella lectura desenfadada me sirvió de bálsamo en días extraños y complejos.

Por otro lado, como contrapartida de tanta liviandad, recojo para los letraheridos un recuerdo lector también de aquella época: el Cancionero moderno de obras alegres. Se trata de una recopilación, fechada en 1875, de poemas eróticos de diversos autores más o menos conocidos. No voy a reproducir ninguno de ellos, porque este blog también lo leen personas sensibles e incluso niños. Seguro que los más avezados podéis encontrar recopilaciones similares de nuestros clásicos y, si no, ya tenéis un entretenimiento más para este verano. 
No os podréis quejar, que os doy a elegir entre el umbrío reposo de los folletines y el tórrido ingenio de los machos hispanos. Felices lecturas en cualquier caso.

25 junio 2017

Sesquidécada: junio 2002


Profundamente aturdidos por las temperaturas con las que se inaugura este verano, se agradece recuperar en esta sesquidécada unas lecturas ligeras y frescas, que espero sirvan de consuelo a los librocubicularistas empedernidos que visitan este blog.

La primera lectura es la novela de Dai Sijie, Balzac y la joven costurera china. Se trata de una obra que reúne casi todos los ingredientes que apreciamos los enamorados de la literatura: personajes bien construidos, escasez de artificio, trama sin efectismo y el tono y ritmo preciso para acompañarla. Por si ello no fuera suficiente, hemos de añadir de fondo la pasión por los libros y la defensa de la libertad. Escrita en francés en el original, tuve la osadía de leerla en este idioma, coincidiendo con un periodo extraño en el que también yo impartía clases de francés por azares diversos del destino. Una novela muy recomendable que me dejó un grato recuerdo lector.

La segunda obra elegida es una recopilación de microrrelatos, quizá una de las primeras antes del boom del género y de su expansión a los blogs y las redes sociales. Me refiero a Los males menores, de Luis Mateo Díez, un autor por el que tengo gran aprecio y del cual ya he escrito en otras ocasiones en este blog. Los relatos de esta obra son pequeñas dosis concentradas de literatura, pura esencia poética, ya que también la prosa requiere en este formato un manejo exquisito del ritmo y de la concentración de recursos que caracterizan a la poesía. Uno de esos relatos sigo usándolo casi todos los años para el dictado de las pruebas iniciales en septiembre. Os lo dejo como aperitivo de esas noches de lectura reparadora que os esperan a lo largo de este verano.


EL POZO
Luis Mateo Díez
Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después, mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en su interior. Éste es un mundo como otro cualquiera, decía el mensaje.

30 mayo 2017

Sesquidécada: mayo 2002

Basta asomarse a las redes educativas para darse de bruces con el debate entre los partidarios incondicionales de las innovaciones en el aula y los que piensan que tanta nueva metodología no es más que humo para vender productos o para venderse uno mismo. Como todo en la vida, ambos extremos son igualmente censurables y es una pena que buenos profesionales no quieran darse cuenta de ello. En esta sesquidécada voy a comentar muy de paso mi primer contacto con estas modas educativas, un encuentro que me llegó a través del libro Inteligencia emocional, de Daniel Goleman.
"La inteligencia emocional es la capacidad para reconocer sentimientos propios y ajenos, y la habilidad para manejarlos"
Seguro que a estas alturas de la innovación pedagógica os suena este tipo de definiciones, que han ido fraguando en modelos como las inteligencias múltiples o en disciplinas como la neuroeducación. En aquel lejano mayo de 2002 acababa yo de aterrizar en un colegio que enarbolaba como bandera de la innovación, además del sempiterno bilingüismo, la educación emocional. Como miembro disciplinado de aquel claustro, leí con fruición el libro de Daniel Goleman y traté de aplicarlo al aula. En realidad, saqué poco provecho de todo ello; no sé muy bien si fue porque no me enteré del todo o porque ciertas cuestiones ya formaban parte de lo que yo consideraba sentido común. Lo que planteaba Goleman era algo bastante evidente para cualquiera que ha tratado con adolescentes: la parte emocional se encuentra estrechamente ligada con el aprendizaje y con la construcción del pensamiento y que, para obtener resultados óptimos en lo académico, es necesario que los estudiantes regulen sus propios sentimientos y sean capaces de convivir con los demás. Sinceramente, para ese viaje no hacían falta tantas alforjas. Quince años después, veo que seguimos con lo mismo, discutiendo si hay que hacer mindfulness (o mejor dicho, conciencia plena) en el aula o dedicar tiempo a colorear mandalas, o es preferible a ultranza ocupar todas las horas de clase con sintaxis o geometría. Personalmente, creo que si no dejamos que los docentes articulen como mejor crean su organización del aprendizaje, si imponemos visiones únicas de la docencia, estaremos cometiendo un gran error. Intentar, por ejemplo, que alumnos de 1º de ESO un viernes a la una, después de educación física, se pongan a repasar el subjuntivo, es no haber entendido la diferencia entre un licenciado en filología y un profesor de secundaria. Pero este es un tema que desborda las sesquidécadas, así que lo dejo para otra ocasión.

Como las sesquidécadas se nutren básicamente de literatura, dejo también el recuerdo de otra lectura que marcó aquel mayo perdido en la meseta: Soldados de Salamina, de Javier Cercas. Con esta novela se abrió al gran público una corriente literaria que mezcla ficción y realidad, una tendencia de la literatura actual que trata de borrar los difusos límites entre los géneros textuales y cuyo principal representante, junto a Cercas, ha sido Enrique Vila-Matas. La novela de Cercas toma su punto de partida en un episodio histórico de la guerra civil y traza una interesante trama en la que se confunden los personajes reales y los literarios, contando con la complicidad de un narrador también engañoso. He leído algunas otras novelas de Cercas, al que considero un buen narrador, pero sigo pensando que su gran acierto fue esta obra con la que se dio a conocer. Por supuesto, acepto críticas y disensiones al respecto.

18 abril 2017

Sesquidécada: abril 2002

En la anterior sesquidécada apuntaba una vez más a la cuestión del fomento de la lectura y la literatura en el aula de Secundaria. Casi al final de mi nota mencionaba la polarización entre Jordi Sierra i Fabra y los clásicos de Cátedra, extremos de una escala graduada de competencia lectora. Creo que ese apunte hecho a la ligera merece un poco de reflexión, así que he aprovechado esta sesquidécada de abril para rescatar, curiosamente, las lecturas de El Buscón de Quevedo y una novela juvenil de Jordi Sierra i Fabra que siempre triunfa en la ESO: 97 formas de decir 'te quiero'.

Poca defensa necesita Francisco de Quevedo Villegas en un blog de profesores y trasfondo literario, en el que ya ha aparecido reseñado en otras ocasiones y donde ha protagonizado incluso relatos de terror. Si el ingenio verbal pudiese medirse objetivamente, Quevedo encabezaría todas las listas; eso sí, probablemente también encabezaría las que midiesen el sarcasmo. De todas sus obras en prosa, la más digerible hoy día es el Buscón, una novela corta al estilo picaresco, llena de humor inteligente y mucha mala uva. Quevedo, si fuese tuitero, estaría actualmente en la cárcel o en una tertulia televisiva, según quienes fuesen el objeto de sus dardos. Requiere el Buscón para su deleite lector una buena preparación filológica y un cierto dominio del contexto histórico, ya que, si no es así, el lector se arriesga a enfrentarse a un rimero de chistes sin gracia. Por contra, el lector avisado podrá leer una y otra vez ese relato encontrando nuevas agudezas e ingenios. En mi caso, aquella lectura de 2002 era ya la tercera; en bachiller lo había leído sin apenas captar su grandeza; en la carrera, con el fondo teórico del Barroco, pude sacarle buen jugo; y en esta tercera ocasión, para compararlo con El capitán Alatriste de Pérez-Reverte (con chanzas prácticamente calcadas del original), pude volver a disfrutarlo como corresponde.

En el otro extremo, tenemos a quien he llamado el rey Midas de la literatura juvenil, Jordi Sierra i Fabra, y su novela juvenil 97 formas de decir 'te quiero'. Toda la opacidad de Quevedo desaparece y deja lugar al estilo sencillo de una trama que busca enganchar a un lector joven, con un misterio salpicado de amor, con unos protagonistas que se perciben cercanos. Llegué a esta novela precisamente por la recomendación de mis alumnos de ESO, que me animaron a leerla y a mandarla "como obligatoria". Así lo hice, tanto leerla como mandarla como obligatoria, aunque siempre he procurado que sea a través de propuestas con guía de lectura y posterior debate, no con controles escritos. Debo decir que en 2º de ESO siempre gusta, y eso que ya tiene unos cuantos años.

He mencionado que Sierra i Fabra se encuentra al otro extremo de Quevedo y, cuando hablo del otro extremo, no hablo de calidades, sino de público. Mientras el primero trata de ganarse a ese público juvenil, esquivo ante la lectura, criado en la era multimedia, el autor barroco buscaba justamente lo contrario, asegurarse el favor del público minoritario, de aquellos que podían desentrañar las oscuras metáforas, los saltos al vacío de sus figuras retóricas. En esos extremos nos movemos los profes, confundidos a veces por la idea de que la literatura dirigida a un público amplio es mala literatura, lectura de baja calidad. He oído y leído defensas apasionadas de los clásicos en el aula a personas que no han vuelto a acercarse a ellos desde que abandonaron sus carreras, personas que leen sus best sellers y critican los de otros. También es cierto que muchos de los que defienden a ultranza los clásicos en la ESO parten de sus experiencias personales, olvidando que a ellos ya les gustaba la lectura cuando se encontraron con la literatura en mayúsculas. Imaginad que los profes de matemáticas, en lugar de comenzar por las operaciones sencillas, lanzasen a sus alumnos a disertar sobre la belleza del teorema de Fermat o sobre los conjuntos infinitos de Cantor. Todo requiere su preparación, su camino de aprendizaje, y los clásicos necesitan mucho acompañamiento y mucha pasión por defenderlos con tareas de acercamiento y recreación y no con censuras ni soflamas.
Por otro lado, la polarización entre clásicos o literatura juvenil no tendría sentido si la literatura (y el fomento de la lectura en general) tuviese el lugar que le corresponde en los currículos. Prácticamente extinguida en el Bachillerato y mal planteada en la ESO, resulta difícil establecer planes que promuevan la competencia lectora desde la literatura juvenil hasta los clásicos como un continuo, una escala graduada que permita ofrecer literatura de calidad para todos los públicos, para todos los intereses, desterrando de paso la idea de que todos los adultos ilustrados degustan los clásicos con el mismo fervor con que los defienden públicamente.

19 marzo 2017

Sesquidécada: marzo 2002

Marzo de 2002 me regaló lecturas muy diversas:  El guitarrista, de Luis Landero, los 13,99 euros, de Frédéric Beigbeder, unas Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, o los hechos memorables de Solino, pero, para esta sesquidécada, solo voy a rescatar un libro con el que, por aquel entonces, comenzaba una saga que ha llegado hasta nuestros días: Harry Potter y el prisionero de Azkaban, de J.K.Rowling.

Las sagas nunca empiezan con el primer libro, y me atrevería a decir que tampoco con el segundo. Es a partir del tercero cuando uno se da cuenta de que la cosa va en serio (o en serie), y por eso aparece aquí este tercer libro del mago más famoso de la literatura juvenil. Por aquel marzo de 2012, ya había leído los dos primeros libros de J.K. Rowling y era consciente del poder de seducción de sus tramas llenas de referencias mitológicas, fantásticas y legendarias. Curiosamente, esas lecturas me llegaban a través de mis alumnos o de mis sobrinos, no de las lecturas canónicas de los institutos, casi siempre alejadas de las tendencias de lectura de su público potencial. Quizá alguno no me crea si digo que, en aquella época, las lecturas que veía en los departamentos de lengua eran El camino, de Miguel Delibes, Platero y yo, de J.R. Jiménez, el Lazarillo, todo ello para alumnado del primer ciclo de la ESO, como lecturas obligatorias, sin apoyo en el aula, sin anestesia. Mientras algunos alumnos devoraban en sus casas los libros de Harry Potter o de Laura Gallego, en las aulas -supuestamente- les animábamos a leer con libros que les resultaban opacos y soporíferos, porque pocos se molestaban en envolverlos con el cariño que requiere la buena literatura. No sé si aquellos años fueron los primeros del declive de la lectura en los institutos, agudizados con el crecimiento imparable de internet. Tal vez fueron también los años en los que comenzó el mercado de novedades literarias juveniles, con sagas como Harry Potter, Crepúsculo, Memorias de Idhún y, más recientemente, las inacabables series entre lo romántico y lo gótico que pueblan la sección joven de las librerías. Mientras tanto, los profesores discutíamos y seguimos discutiendo sobre la pertinencia de mandar lecturas juveniles o clásicos en la ESO y el Bachiller, como si fuese posible establecer un canon válido para todos los institutos, para todos los jóvenes. Mientras tanto, divididos entre los que veneran a Jordi Sierra i Fabra y quienes añoran el panteón de clásicos de Cátedra, seguimos discutiendo y perdiendo lectores en el aula, unos lectores que en el mejor de los casos seguirán leyendo por su cuenta obras de dudosa calidad, atraídos por vistosas portadas o por diversas estrategias de mercadotecnia. Y en mitad de esa brecha, un veterano Harry Potter, por suerte, sigue conquistando nuevos lectores.

19 febrero 2017

Sesquidécada: febrero 2002

La sesquidécada de febrero es especialmente monstruosa. Como expliqué en notas anteriores, hace quince años estaba preparando mi tesis sobre la vinculación de las relaciones de sucesos extraordinarios con la literatura fantástica. No es extraño, pues, que dos de los libros que aparecen en esta sesquidécada representen la conjunción de ambos géneros.

El primero de ellos es una monografía muy recomendable, incluso para el lector no especialista, sobre el tema de los monstruos: Monstruos, demonios y maravillas a fines de la Edad Media, de Claude Kappler. Es un estudio sobre la visión del monstruo desde distintos ámbitos, indagando en los orígenes y la significación de esa aparición constante en el universo del hombre medieval, bien sea a través de los bestiarios, de los libros de viajes o de las relaciones de sucesos. El libro está profusamente ilustrado y utiliza un tono divulgativo cercano al lector actual. 
La palabra monstruo proviene del latín monere, que significa "advertir, avisar" (de ahí deriva también "mostrar" y "demostrar"), y está ligada al poder divino de avisar de su grandeza a la humanidad mediante prodigios. El monstruo como síntoma de la ira o el enfado divino iría adquiriendo connotaciones negativas a lo largo del tiempo, aunque tenemos obras como el Frankenstein de Mary Wollstonecraft Shelley que recuperan el trasfondo de su valor ético, científico y religioso. En la revista Métode de 2002 podéis leer un artículo que escribí sobre Monstruos y prodigios.

Cruzando los límites del género, en ese difuso margen entre la historia, el mito y la literatura, se encuentra el El libro de los seres imaginarios (originalmente publicado como Manual de zoología fantástica) escrito por Jorge Luis y Margarita Guerrero. Esta obra, difícilmente clasificable, es una recopilación de seres extraños procedentes de varias culturas. Algunos provienen de la mitología, otros de obras religiosas y otros de autores como Lewis Carroll, Kafka, H.G. Wells... 
Se trata de un libro ameno que he recomendado a menudo en Bachiller para el alumnado interesado en la mitología o en el género fantástico. Creo que muchos se sorprenden al encontrar las fuentes originales de algunos de los seres que aparecen en películas o videojuegos actuales. Es, además, una obra que da pie a trabajar algún proyecto creativo en el aula, sobre todo ahora que podemos combinar fácilmente la literatura con la búsqueda de información y con la creación de artística de productos audiovisuales: cortometrajes, cómics, póster digital, etc.

Espero que tanto monstruo no os quite el sueño, aunque ya sabéis que es precisamente el sueño de la razón el que produce monstruos. 

15 enero 2017

Sesquidécada: enero 2002

Todos los comienzos de año traen consigo un montón de buenas intenciones que suelen quedar en nada. Para eso se inventaron las colecciones de quiosco, para que, al menos, supiéramos de antemano que perdíamos el tiempo en algo inútil. En este sentido, he decidido empezar una de esas colecciones inútiles que pienso ir publicando en el blog mientras me duren las ganas y no haya algaradas entre los visitantes. Se trata de recuperar algunas de mis lecturas de hace quince años...

Lo que empezó como uno de esos propósitos de año nuevo lleva cumplidos ocho años, y va ya camino del noveno. Dentro del ecosistema del blog, las sesquidécadas son los textos de menor audiencia, se podría decir incluso que son pequeñas exquisiteces que escapan del ruido de las aulas y de las reflexiones más orientadas a la educación. Suponen para mí, como lector, como filólogo y como profesor, una antología de recuerdos literarios y de impresiones muy subjetivas sobre lecturas diversas, algunas veces con obras de amplio espectro y otras con escritos casi marginales. Son también una exigencia de continuidad en la escritura digital, sobre todo ahora que el tiempo se me está convirtiendo en un bien aún más preciado. Por eso, aunque las sesquidécadas sean las hermanitas pobres del blog, mientras el cuerpo aguante, seguirán formando parte de este saloncito virtual que comparto con vosotros.

Enero de 2002 llegó acompañado de prodigios. Como ya avancé hace unos meses, mi tesis inconclusa se orientaba al mundo de los sucesos extraordinarios, lo que me proporcionó innumerables lecturas de monstruos y prodigios medievales y renacentistas. Tuve ocasión de rebuscar en bibliotecas y catálogos y familiarizarme con los investigadores más curiosos de estos márgenes de la literatura. Sin duda, el más destacado de ellos es Bartolomé José Gallardo, autor del Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, una obra de referencia para viajar por el mundo de la subliteratura. Este catálogo, que fui consultando durante meses en la biblioteca de la Facultad de Filología de la Universitat de València, me abrió las puertas a libros muy interesantes, como el Bestiario, de Dioscòrides, o el Libro de los prodigios, de Julio Obsecuente, dos de las obras que leí aquel enero de 2002. Quizá me anime más adelante a publicar un breve artículo sobre Gallardo, otro de esos muchos olvidados de nuestra historia.

En segundo lugar, voy a destacar una obra de Juan José Millás, ilustrada por Forges, que seguro conocéis: Números pares, impares e idiotas. Es un delicioso librito que merece la pena leer, por su sentido del humor y también por el trasfondo ético de algunos de sus microrrelatos, pues se trata de eso, de pequeñas historias que tienen como protagonistas a los números. Recientemente, esta obra se ha incluido en los catálogos de lecturas juveniles y creo que es una buena idea para llevar al aula, salvando así la brecha entre ciencias y letras, como ya expliqué en otra ocasión en el estupendo blog de los Tres Tizas.

Por último, con gran pena por dejar fuera de esta sesquidécada el Cándido de Voltaire, voy a recomendar la lectura de una excelente novela del siglo XIX: La dama de blanco, de Wilkie Collins. Es una de esas novelas de época, con el ambiente británico de las obras de Dickens, que bajo la forma epistolar va desarrollando una intriga detectivesca que sumerge al lector en el placer de la lectura de calidad, de la lectura sin prisas. Si os engancháis al autor, también merece la pena leer La piedra lunar. Espero que tengáis tiempo este año para leer sin prisas y, sobre todo, para disfrutar de ello.