30 noviembre 2019

Sesquidécada: noviembre 2004

Aparece en casi todas las listas de libros imprescindibles. También en la de los libros abandonados a medias. Simbólica, trágica, profunda, tupida, insoportable, excelsa... Moby Dick es esa novela que seduce y solivianta al lector en proporciones casi bíblicas, como su interpretación, como su épica de lo inalcanzable. Hace quince años me acerqué a la novela de Herman Melville y dediqué el mes completo a su lectura. Sin embargo, como si fuese también un reflejo de mi propia épica de lo imposible, abandoné el libro después de llevar navegadas más de 500 páginas. Quizá fue uno de los primeros libros que dejé sin acabar: cuando se es joven, uno piensa que puede leerlo todo; con Moby Dick, mi caza de la ballena blanca se tornó en la amarga consciencia de que nunca llegaré a leer ni siquiera una cuarta parte de lo que ansío.
Me embarqué en el Pequod sabiendo mucho del capitán Ahab y de su empresa, y también con el ánimo de cumplir con una de esas lecturas obligatorias que todos han de visitar. Como un buen marinero, seguí con disciplina la lucha interna del personaje y sus afanes por acometer la venganza contra el leviatán. Pero en esa singladura encontré mis propios abismos y descubrí que nunca llegaré a ser Ahab, que las causas perdidas no merecen la pena si no hay una mínima esperanza por ganarlas. Hace quince años abandoné el Pequod en una barquilla, casi cuando estaba a punto de enfrentarse al mayor combate jamás visto. Visto desde la distancia, sigo un poco a la deriva, buscando mis causas perdidas, pero con el ánimo dispuesto para ganarlas. Y en ello estamos.

17 noviembre 2019

La paradoja del premio

No me gustan los premios, pero me encanta recoger los que me entregan. Por eso esta nota se llama la paradoja del premio. Vayamos por partes. No me gustan los premios porque, aunque no lo parezca, soy terriblemente vergonzoso. Siempre pienso que los demás saben hacer las cosas mejor que yo, que soy un eterno aprendiz que copia de unos y de otros lo que mejor se les da para adaptarlo a mi realidad. Por eso nunca me presento a premios, ni a título personal, ni como representante de mi centro ahora que soy director. De ahí que todos los premios que he recibido en mi vida hayan sido honoríficos, tanto en el sentido emocional como en el económico. Además de por vergüenza, no me gustan los premios porque son una especie de lotería, que no siempre llega a quien más lo necesita o merece, sino a quien señalan diferentes azares. En mi caso, tengo claro que el mayor de los azares que me coloca en la diana de los premios es mi tendencia compulsiva a contar casi todo lo que hacemos en mi aula y en mi centro. Ya conté en el blog mi justificación para esa necesidad de contar a los cuatro vientos la realidad educativa, así que no insistiré más en ello. 

Entonces, si tan reticente soy a los premios ¿por qué me encanta recogerlos? Cuando me notifican que soy o somos (porque ahora los recibo más como representante del centro que por docente) candidatos a un premio, surge el dilema de aceptarlo o no. Como soy bastante racional en ciertos aspectos de mi vida, considero las ventajas e inconvenientes de esa decisión. Si lo rechazo, doy continuidad a mis principios y satisfacción personal a mi orgullo; el inconveniente es que la labor de los que me rodean, que ha resultado interesante para quienes se han fijado en ella, permanecerá oculta y no sabrán que están haciendo bien las cosas. Si lo acepto, las ventajas superan a los inconvenientes, porque no hablamos de individualidades, sino del reconocimiento a una labor grupal, del alumnado, del claustro, de la comunidad educativa, así que el interés común sale ganando.

Todo esto viene a cuento de la entrega de una mención especial al IES Bovalar en los Premios Magisterio a los protagonistas de la Educación 2019. Tuve, además, la inmensa suerte de compartir gala con Nando López, que hace justamente un año estuvo de visita en nuestro instituto para charlar de sus libros con nuestro alumnado. Me hizo muy feliz estar en esa gala porque se hablaba de educación, desde muy diversos tipos de enfoques educativos, algunos cercanos a mi realidad y otros en las antípodas. Como he dicho arriba, siempre es una satisfacción para las familias de un centro ver reconocida la calidad de la educación que reciben sus hijos e hijas, pero también habría que decir que, en la Escuela Pública, eso tendría que ser una premisa. En la gala de los premios tuve la inquietante sensación de jugar en una liga menor, esa sensación de tener que superar obstáculos y adversidades para hacerse notar, para hacerse valer. Hay centros que pueden comprar cientos de tablets, o renovar el mobiliario, o diseñar los espacios a la última moda, mientras otros tenemos unas aulas de informática que se renuevan cada siete años, y, con los ordenadores que se apartan de ellas, cubrimos las aulas ordinarias. Nos dicen que preparemos a los jóvenes para el siglo XXI, pero nunca tenemos dinero ni medios humanos para salir del siglo XX. Parece que vivimos en una continua crisis y que solo el ingenio nos ha de salvar de la precariedad. En otras palabras, a veces los premios son como ese trabajo de pregonero de vinos del Lazarillo: un triunfo minúsculo asomando en una vida de penuria. A pesar de todo ello, es un lujo haber recibido este premio que no va para un centro que ha eliminado los deberes, sino para un centro que se preocupa por no dejar a nadie atrás, un centro que se desvive por escuchar a su alumnado y mostrar toda la empatía que merecen, acompañándolos hasta donde puedan llegar. Ojalá no tuviésemos que recibir premios por hacer algo tan obvio y necesario en la Escuela Pública.



(Fuente del vídeo: Nando J. López)

10 noviembre 2019

Intemperie: de la literatura al cine (y la educación)

En la primavera del 2013 reseñaba en este blog la impresionante novela de Jesús Carrasco, Intemperie. Seis años después, la incansable Mercedes Ruiz, dentro de las iniciativas de fomento del cine en el ámbito educativo, a través de Cero en conducta, nos ofreció participar en el preestreno de la adaptación cinematográfica de Benito Zambrano, que se estrena oficialmente el próximo 22 de noviembre. Acompañado de varios colegas (María José Chordá, Inma Sánchez, Pilar Pérez Esteve...) pudimos disfrutar de esta película cuya reseña os dejo a continuación:

Intemperie: el rastro de una tierra arrasada

No, Intemperie no es un western, por mucho juego que pueda dar la estética del filme en los carteles y en los tráilers. Intemperie pertenece al género patrio de la España asolada, un género que va desde las Hurdes de Buñuel a El olivo, de Bollaín, pasando, cómo no, por Los santos inocentes, de Camus: películas que no son homenajes a los colonos americanos ni a sus bravos soldados, sino rastros de una tierra arrasada por la miseria, el odio y la codicia. Intemperie, al igual que Los santos inocentes, tiene también detrás a Delibes, un Delibes de lo sórdido, que parece poseído en la distancia por el sangriento espíritu de Cormac McCarthy. Intemperie nos enseña qué le ocurre a un país cuando se entrega como despojo de guerra a las alimañas, pero también nos enseña que doblegarse no es la única solución: doblarse no es doblegarse y, si eres flexible, no te rompes. La película de Benito Zambrano construye un relato impresionante sobre el paisaje y la desolación, el paisaje que nos rodea y el que llevamos dentro. 
Construye además un relato diferente de la novela de Jesús Carrasco en la que se basa. No se encontrará el espectador una adaptación, sino una reconstrucción que mantiene la dureza y el tono angustiado de la novela, pero aportando una dimensión diferente, mucho más sensorial, más centrada en las relaciones de los personajes que en la introspección. Y, de fondo, ese paisaje literario, el vacío de la Región de Benet, el sofoco de los campos de Níjar de Goytisolo, el desamparo de los caminos de Aldecoa... todos ellos refundidos en una soberbia fotografía que nos deja sin aliento.
En cuanto a los personajes, poco se puede decir sin desvelar la trama. Sus nombres bien podrían formar parte de un auto sacramental, casi una danza de la muerte en la que todos parecen invitados a bailar. Incluso podríamos pensar en el valor alegórico de la película, un valor que se condensaría en esta brillante frase: “no culpéis a los niños de la maldad de los adultos”. Una frase que todo educador debería llevar grabada a fuego en el pecho.


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