19 marzo 2017

Sesquidécada: marzo 2002

Marzo de 2002 me regaló lecturas muy diversas:  El guitarrista, de Luis Landero, los 13,99 euros, de Frédéric Beigbeder, unas Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, o los hechos memorables de Solino, pero, para esta sesquidécada, solo voy a rescatar un libro con el que, por aquel entonces, comenzaba una saga que ha llegado hasta nuestros días: Harry Potter y el prisionero de Azkaban, de J.K.Rowling.

Las sagas nunca empiezan con el primer libro, y me atrevería a decir que tampoco con el segundo. Es a partir del tercero cuando uno se da cuenta de que la cosa va en serio (o en serie), y por eso aparece aquí este tercer libro del mago más famoso de la literatura juvenil. Por aquel marzo de 2012, ya había leído los dos primeros libros de J.K. Rowling y era consciente del poder de seducción de sus tramas llenas de referencias mitológicas, fantásticas y legendarias. Curiosamente, esas lecturas me llegaban a través de mis alumnos o de mis sobrinos, no de las lecturas canónicas de los institutos, casi siempre alejadas de las tendencias de lectura de su público potencial. Quizá alguno no me crea si digo que, en aquella época, las lecturas que veía en los departamentos de lengua eran El camino, de Miguel Delibes, Platero y yo, de J.R. Jiménez, el Lazarillo, todo ello para alumnado del primer ciclo de la ESO, como lecturas obligatorias, sin apoyo en el aula, sin anestesia. Mientras algunos alumnos devoraban en sus casas los libros de Harry Potter o de Laura Gallego, en las aulas -supuestamente- les animábamos a leer con libros que les resultaban opacos y soporíferos, porque pocos se molestaban en envolverlos con el cariño que requiere la buena literatura. No sé si aquellos años fueron los primeros del declive de la lectura en los institutos, agudizados con el crecimiento imparable de internet. Tal vez fueron también los años en los que comenzó el mercado de novedades literarias juveniles, con sagas como Harry Potter, Crepúsculo, Memorias de Idhún y, más recientemente, las inacabables series entre lo romántico y lo gótico que pueblan la sección joven de las librerías. Mientras tanto, los profesores discutíamos y seguimos discutiendo sobre la pertinencia de mandar lecturas juveniles o clásicos en la ESO y el Bachiller, como si fuese posible establecer un canon válido para todos los institutos, para todos los jóvenes. Mientras tanto, divididos entre los que veneran a Jordi Sierra i Fabra y quienes añoran el panteón de clásicos de Cátedra, seguimos discutiendo y perdiendo lectores en el aula, unos lectores que en el mejor de los casos seguirán leyendo por su cuenta obras de dudosa calidad, atraídos por vistosas portadas o por diversas estrategias de mercadotecnia. Y en mitad de esa brecha, un veterano Harry Potter, por suerte, sigue conquistando nuevos lectores.

4 comentarios:

ro dijo...

¡Qué buena reflexión sobre literatura y alumnos! Y seguimos ahí, atrapados entre los que siguen venerando los clásicos sin anestesia y sin hacérselos amenos (yo leo El Lazarillo en tercero y les encanta, pero con ellos en clase) y los que han desistido, mis compañeros este año, que les da igual qué mandarles y en muchas ocasiones ni siquiera ellos leen lo que les mandan a los chicos, examen de por medio.

Besos.

Pep Bruno dijo...

Muy interesante, gracias por tus reflexiones. Sólo una puntualización, entre Sierra i Fabra y los clásicos del canon hay muchos hitos intermedios, algunos que incluso pueden ser considerados como obras literarias inolvidables ("a pesar" de ser LIJ), tenemos ya un canon de autores de literatura juvenil con obras que son maravillosas y de gran calidad, que nos regalan muchas horas de placer al tiempo que fortalecen nuestro músculo lector.
Saludos cordiales
Pep

Miguel dijo...

Yo soy profesor de Geografía e Historia, pero este año tengo 2º de PMAR y tengo que dar lengua Castellana. Así es que tu reflexión me toca de lleno. De entrada he de decirte que mis alumnos sienten auténtico pavor por los clásicos. Sí, he dicho bien, pavor. En el libro de texto vienen fragmentos de Cervantes, Calderón, El Arcipreste, Gonzalo de Berceo... y lo leemos en clase. Por una parte, el castellano antiguo no lo soportan. Y eso que casi todas las versiones son adaptaciones. Y segundo, que los temas que tratan están a años luz de sus intereses. Se habla de la esperanza, de la modestia, de las ilusiones, del honor, de la astucia... y ellos tienen en su mente las aplicaciones de su móvil. O sea, que me cuesta horrores hacerles tragar la pastillita de los clásicos, que se la doy fragmentada, como he dicho. Ni loco les haría leer la obra entera de un "Lazarillo" o unos "Intereses creados" o un "Buscón".
Yo lo que hago es dejarles libertad para que ellos elijan lo que quieren leer. Y lo que quieren es, brevedad al máximo, y sencillez absoluta. Esto por un lado, y por el otro, que el tema sea "de actualidad". Y así, algo van leyendo, pero los clásicos...

Un abrazo.

Toni Solano dijo...

Ro: Clásicos sin anestesia es buena definición para aquellos que mandan sin más una lectura y piden luego que se haya entendido y apreciado en su justa medida. Una pena.
Pep: Tienes toda la razón, hay un canon de la literatura juvenil casi desconocido por los profesores, que como mucho se guían por los catálogos de las editoriales. La formación en este sentido es casi inexistente y los congresos suelen ser sectoriales y poco transversales. Deberían fomentarse encuentros entre editories, autores, profesores, familias y alumnos. Ahí está el reto.
Miguel: Enfrentar a esos alumnos a los clásicos, así a pecho descubierto, es como cogerlos un día, sacarlos del McDonalds y llevarlos a un restaurante de tres estrellas Michelin y pretender que valoren la creativa cocina del chef. Que lean mucho y luego que aprendan a leer mejor.