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18 agosto 2021

La Cocina: metáforas de la escuela (III)

La Cocina en aquel planeta tenía sus cosas. Había cocineros, muchos y muy buenos, pero eran expertos en cocina. No sabían de alimentos más que lo justo. Su ámbito de conocimiento eran los fogones, la cocción, el horno y, como mucho, la elección del menú. Sin embargo, en los restaurantes no había cocineros, sino titulados en Alimentos. Estos Alimentistas eran expertos en verduras, licenciados en carnes, doctores en pescados, maestros en postres... profesionales de lo suyo pero con escasa formación en cocina y mucho menos en atención al público. La mayoría habían leído miles de recetarios y se habían preocupado del arte culinario, porque sabían que tarde o temprano tendrían que cocinar esos alimentos en los que eran especialistas; muchos confiaban también en la tradición que les precedía, en cómo se los habían cocinado en sus casas o en cómo los cocinaban sus compañeros. Otros muchos también hacían caso a los Cocineros titulados, pero eran minoría, porque desconfiaban de las recetas que venían de fuera del restaurante. La Cocina en aquel planeta no funcionaba del todo bien, porque saber mucho de alimentos pero poco de cómo cocinarlos y cómo y a quién servirlos no era operativo, igual que tampoco era lógico ser Cocinero y no pisar el restaurante. La solución pasaba por trabajar juntos, incluso por introducir asignaturas de Cocina en las titulaciones de Alimentos, pero eso suponía romper una tradición milenaria en la que Cocineros y Alimentistas se ignoraban y menospreciaban mutuamente. Cada vez que los Cocineros proponían una receta nueva, especialmente si mezclaba ingredientes, los Alimentistas sacaban las uñas para defender la integridad del filete, la pureza del rodaballo. Cada vez que los Alimentistas se quejaban de que un niño se había dejado sin tocar la vichyssoise, los Cocineros se indignaban porque había sido un plato mal preparado para su edad. Y así pasaban los años en aquel planeta en el que cada día más jóvenes acababan abandonando la comida tradicional para pasarse al fast-food, mientras unos y otros se echaban la culpa por cocinasaurios o innovafogones, sin prestarse la menor atención y sin atender a las regulaciones del sector de la restauración, que cambiaban cada pocos años. Los clientes más avispados se buscaban restaurantes exclusivos en los que no se discutiesen estas minucias (algunos de ellos subvencionados por el propio estado); otros se apañaban como podían, incluso llevándose tuppers de casa. El hambre y el instinto de supervivencia hacían más o menos llevadero el caos de un sistema de restauración que tenía más retórica que recursos, pues casi siempre faltaba personal, menús y mobiliario adaptados. Por lo general, los comedores tenían más bocas que alimentar que manos dispuestas a hacerlo, pero ya saben, en aquel planeta, la Cocina tenía sus cosas y todos habían aprendido a aceptarlas como eran, como siempre habían sido...

Otras metáforas de la Escuela:

18 abril 2020

Separados al nacer

Acompáñenme en la insólita historia de los gemelos Adrián y Kevin, separados al nacer, tan iguales, con capacidades similares y con destinos tan dispares. Una historia de esfuerzo y superación para unos y de abandono y castigo para otros. Una historia sin moralejas, una historia que pudo ser cierta o fingida, según la realidad que cada uno de ustedes viva: a unos les parecerá exageración a otros se les antojará mentira, y más de uno la dará por ejemplar. La cuento como me la contaron. 
Adrián fue adoptado por una familia normal, de esas que tienen su casa, su coche y su apartamento en la playa, una madre funcionaria y un padre encargado de supermercado. Kevin también fue adoptado por otra familia normal, de esas que solo tienen un piso antiguo, vaga herencia familiar disputada a costa de no hablarse con hermanos y primos, con una madre empleada de hostelería, separada de un padre transportista.
A lo largo de la Primaria, Adrián y Kevin estudian en colegios públicos de sus respectivos barrios. Adrián tiene buenos amigos en su zona, un área residencial con parques y vecinos que te invitan a cumpleaños en los que ni siquiera sabes qué te ha regalado quién. Kevin también va al cole público de su barrio, pero es un colegio particular, donde la amistad se forja con cierta precariedad, compañeros que vienen y van, gente de paso en una zona periférica de la ciudad, con descampados y naves industriales. Sus cumpleaños son de calle y de todo a cien, aunque en sexto, qué risa, alguien trajo cervezas y tabaco para divertirse un rato.
En el instituto, Adrián empezó a tener problemas con algunas asignaturas que se le atravesaban. Su madre pedía citas con los profesores y mantuvo el contacto con la tutora para que Adrián no se quedase atrás. Le pusieron un profe particular para el inglés y lo apuntaron a una academia, porque los deberes le costaban horas y luego los tenía mal. Aunque llevó a rastras las matemáticas, el inglés y la música, al final de curso, la tutora y el resto del equipo tuvieron muy en cuenta la preocupación de sus padres (que no faltaron a ninguna reunión y llamaron por teléfono casi todos los meses para ver cómo iba todo), y pensaron que no era bueno que repitiese por tres asignaturas, así que un cuatro se convirtió en un cinco y Adrián promocionó.
A Kevin le pasó algo parecido, con las mismas asignaturas. La tutora llamó a su madre, pero los horarios de la hostelería son complicados y solo podían hablar por teléfono de vez en cuando. Kevin tampoco sabía hacer los deberes. Como había semanas que las pasaba con su padre, el transportista, se quedaba en casa solo y no adelantaba. Los amigos del cole tampoco eran de gran ayuda; algunos habían empezado a faltar a clase y se quedaban por los descampados. Su padre fue una vez al instituto y la lio con la de lengua porque llamó vago a su hijo, o eso entendió él. A pesar de que trataba de seguir las clases, sus despistes con las tareas y su vergüenza para preguntar lo que no entendía, le hicieron perder el ritmo. En la segunda evaluación ya no eran tres asignaturas suspendidas, sino cinco. Nadie en su casa se planteó pagar una academia ni un profesor particular. En la evaluación final, se consideró que Kevin debía repetir porque no se había esforzado bastante.
El resto de la escolarización obligatoria de Adrián fue bastante anodino: nunca destacó especialmente en ninguna asignatura y solo una vez le pusieron un parte por burlarse de un compañero (le quitaron la Play en casa durante un mes, pero iba a hacer los deberes a casa de Álex y allí podía jugar). Hacía siempre los deberes, en eso su familia era inflexible: si sus padres no sabían algo, le pedían ayuda a algún conocido y siempre salían adelante. Los exámenes los pasaba siempre con un cuatro o un cinco, al que sumaba la actitud y el cuaderno completo. Tituló en la ESO y se matriculó en un Bachiller que sacó en tres años. Para entonces, sus padres habían ahorrado lo suficiente para pagarle una universidad privada si fallaba la nota de corte. 
Kevin no tuvo tanta fortuna. Repitió 1º de ESO y se desanimó. Como iba a pasar igual a segundo, ese año se dedicó a las relaciones sociales con sus colegas y con las chicas. En 2º de ESO, como cabía esperar, le fue igual de mal. Un día se peleó con un amigo, en plan broma, y lo echaron un mes. En casa le quitaron el móvil, pero su padre, a escondidas le consiguió otro. La tutora de 2º hizo todo lo posible por derivarlo a un programa de refuerzo, pero no todo el equipo docente estaba de acuerdo: Kevin no se esforzaba y su actitud era negativa; tampoco la familia estaba por la labor, ya que no creían que Kevin tuviese ningún problema en la cabeza. Así que Kevin volvió a repetir 2º de ESO y se largó con 16 años del instituto, sin títulos y sin esperanzas.
Adrián y Kevin eran muy parecidos al nacer, pero Kevin no se esforzó y Adrián sí. Por eso, veinte años después de su agónico título de la ESO, Adrián es hoy un abogado liberal, indignado con que pasen de curso quienes no lo merecen, ya que él se esfuerza por que su hija Patricia entregue correctamente todas las tareas que le mandan. 
Kevin por su parte no sabe muy bien si sus hijos pasarán o no de curso; a veces le cuesta recordar qué curso están haciendo. Le preocupa sobre todo saber si la economía precaria en la que se mueve le permitirá darles de comer a todos. Y sí, a menudo, piensa que toda la culpa es suya por no haberse esforzado lo suficiente.

Crédito de la imagen: 'Twins'

05 abril 2020

Querido Viernes

Querido Viernes, aquí andamos confinados una semana más. Me gustaría decirte que ya me he acostumbrado a esta rutina, pero no es así. Aunque hemos trabajado con ahínco, nos queda mucho por delante.
Los primeros días fueron un poco a lo loco, con profes cayendo del guindo de las TIC en el aula, como si las nuevas tecnologías fuesen nuevas de verdad y no llevasen más de diez o quince años en marcha. También cayeron del guindo quienes pensaban que las plataformas oficiales podían dar respuesta a ese mundo digital al que le llevan dando la espalda desde hace tiempo.
Porque aquí, Viernes, somos muy de hacer cosas en inglés, que hasta debería llamarte Friday, pero con la competencia digital nos hemos confiado pensando que los estudiantes sabían apañarse solitos, por eso de ser nativos, como tú. Y ahora resulta que hay que enseñarles a profes y alumnos cómo mandar correos con copia oculta, porque es una norma básica, y hay que enseñar que se pueden proponer tareas interesantes más allá de los horizontes de mi asignatura y de mi “tema 3: el sintagma nominal”. Ahora algunos entienden que el desarrollo de las competencias hubiese sido fundamental para no colapsar las plataformas ni los correos de los niños, porque una tarea serviría para varios profes y para varios niveles. Pero, Viernes, las competencias son por aquí el demonio, porque algunos creen que vienen a llevarse los contenidos, que vienen a secuestrar el conocimiento. 
Así que ya ves, amigo, una semana después tenemos plataformas que no funcionan, profes estresados porque la administración les obliga a hacer programaciones en las nubes y castillos en la arena, y familias multitarea que no pueden ni salir a aplaudir a los sanitarios porque tienen que entregar los ejercicios 5, 6, 7, 8 y 9 de la página 234. 
Menos mal que los jóvenes son flexibles y sobrevivirán a esto, Viernes, porque todos estamos haciendo lo posible por atenderlos y escucharlos, más allá de las dificultades, más allá de las barreras tecnológicas. 
Algún día, Viernes, nos rescatarán y se nos olvidará todo esto. Algún día todo volverá a ser igual, pero alguno se quedará con el vago recuerdo de que hay que cambiar muchas cosas para que todo sea mejor y no igual.

[Este artículo se escribió a petición de mi apreciada Carmen Iglesias para ser publicado junto con otros 18 textos de docentes en tiempo de pandemia. Podéis leer el texto de todos ellos y ellas en IneveryCrea: Educar en tiempos de Coronavirus]
Crédito de la imagen: 'DSC_1521

25 diciembre 2018

El juego de las diferencias


"Todos nos hemos considerado mejores, mejores que los demás, y lo que es aún peor, hemos excluido de nuestro grupo a todos aquellos que no pensaban igual. Les hemos hecho daño". (La ola, 2008)

Aquel instituto tenía un proyecto educativo con un enfoque muy democrático, respetuoso con la multiculturalidad, laico, plurilingüe y todos esos valores que nos hacen tolerantes con los demás.
La mayor parte de los miembros de la comunidad educativa se consideraban representados por esos valores del siglo XXI que los alejaban de épocas pasadas en las que predominaba la segregación, el machismo, la discriminación o la desigualdad.
Sin embargo, a aquel proyecto educativo le faltaba algo, le faltaban recursos para garantizar todos esos valores que los sustentaban. Por ejemplo, había estudiantes que, por diversos motivos, no cumplían con las normas de convivencia. Había estudiantes que no tenían recursos materiales para desempeñar su labor en condiciones. Había quienes, incluso, renegaban de esos principios compartidos por la mayoría y se dedicaban a poner trabas en la vida del centro.
En aquel instituto, cuando las cosas empezaron a torcerse, hubo voces que se alzaron para protestar y en los claustros era frecuente oír este tipo de discusiones:
-Tenemos un proyecto compartido y unas normas. Hay que cumplirlas.
-Eso, hay que hacer algo con quienes no aceptan la convivencia.
-Pero no tenemos recursos para atender a los que incumplen las normas…
-Pues, entonces, habrá que echarlos.
-Eso, echarlos es la única solución.
-Pero nuestro proyecto habla de respeto, de educación, de diversidad… Tal vez deberíamos hacer un esfuerzo por integrar a través de la educación.
-Es cierto, algunos estudiantes no encajan porque no tienen apoyo familiar o porque no tienen recursos en sus casas para valorar debidamente lo que les ofrece este instituto.
-De eso nada, si no son capaces de integrarse, que se marchen a otro centro o a su casa.

Y así pasaban el tiempo debatiendo, mientras en las aulas, en los pasillos, la convivencia era cada vez más compleja. Curiosamente, nadie había pensado que los problemas de convivencia se resuelven garantizando recursos para la convivencia, no con castigos ni con debates educativos. Pero al final, los que viven inmersos en el conflicto acaban pensando que solo se solucionan los problemas haciendo desaparecer al que piensa diferente, al que vive de manera diferente, al que tiene un color, orientación sexual o religión diferente. Y en silencio o a gritos, a pesar de sentirse orgullosos de su proyecto democrático y multicultural, se suman al creciente coro: “echarlos es la única solución”.
Aquel país tenía una constitución con un enfoque muy democrático, respetuoso con la multiculturalidad, laico, plurilingüe y todos esos valores que nos hacen tolerantes con los demás.
La mayor parte de los ciudadanos se consideraban representados por esos valores del siglo XXI que los alejaban de épocas pasadas en las que predominaba la segregación, el machismo, la discriminación o la desigualdad.
Sin embargo, a aquella constitución le faltaba algo, le faltaban recursos para garantizar todos esos valores que la sustentaban. Por ejemplo, había ciudadanos que, por diversos motivos, no cumplían con las normas de convivencia. Había trabajadores que no tenían recursos materiales para desempeñar su labor en condiciones. Había quienes, incluso, renegaban de esos principios compartidos por la mayoría y se dedicaban a poner trabas en la vida del país.
En aquel país, cuando las cosas empezaron a torcerse, hubo voces que se alzaron para protestar y en los debates parlamentarios era frecuente oír este tipo de discusiones:
-Tenemos un proyecto compartido y unas normas. Hay que cumplirlas.
-Eso, hay que hacer algo con quienes no aceptan la convivencia.
-Pero no tenemos recursos para atender a los que incumplen las normas…
-Pues, entonces, habrá que echarlos.
-Eso, echarlos es la única solución.
-Pero nuestra constitución habla de respeto, de educación, de diversidad… Tal vez deberíamos hacer un esfuerzo por integrar a través de la educación.
-Es cierto, algunos ciudadanos no encajan porque no tienen apoyo social o porque no tienen recursos en sus ciudades para valorar debidamente lo que les ofrece este país.
-De eso nada, si no son capaces de integrarse, que se marchen a otro sitio o a su país.

Y así pasaban el tiempo debatiendo, mientras en los centros de trabajo, en las calles, la convivencia era cada vez más compleja. Curiosamente, nadie había pensado que los problemas de convivencia se resuelven garantizando recursos para la convivencia, no con castigos ni con debates parlamentarios. Pero al final, los que viven inmersos en el conflicto acaban pensando que solo se solucionan los problemas haciendo desaparecer al que piensa diferente, al que vive de manera diferente, al que tiene un color, orientación sexual o religión diferente. Y en silencio o a gritos, a pesar de sentirse orgullosos de su proyecto democrático y multicultural, se suman al creciente coro: “echarlos es la única solución”.


Crédito de la imagen: Crítica de "La ola"

27 octubre 2017

El profecito

"Érase una vez un principito que vivía en un planeta apenas más grande que él y que tenía necesidad de un amigo…"

El profecito lleva años, muchos años, corrigiendo. Por eso no hay quien le gane en el noble arte del boli rojo. Corrige libretas y exámenes y, si hace falta, los escritos de los compañeros o las noticias del periódico. En su desempeño diario, jamás se detiene ante un contratiempo, porque la autoridad que le confiere el cargo le dicta al instante lo que es justo y verdadero, sin necesidad de atender a matices o a distintos puntos de vista. El profecito sabe más que nadie porque estudió una carrera un día y en esa carrera fue el mejor, nunca suspendió una asignatura ni sacó menos de un diez. De ahí que nadie le pueda decir que está equivocado, porque ello supone un menosprecio a su saber. Bien es cierto que aquella carrera no contenía ninguna destreza para enseñar, pero sí buenas dosis de conocimientos de alto nivel. De aquella erudición reposada con los años viene su libertad de cátedra, o lo que es lo mismo, la infalibilidad en la toma de decisiones. Acostumbrado a corregir a diestro y siniestro, el profecito siempre descubre al minuto los errores de los demás, las incompetencias ajenas, las carencias de formación de los otros. Es cierto que a veces se equivoca él también, y debe reconocer que es humano, pero sus errores siempre son fruto de la presión externa, del exceso de burocracia o de una obstinada defensa de causas perdidas. El profecito nunca se retrasa, lo entretienen; nunca olvida un trámite, se le traspapela entre informes más importantes; nunca elude su responsabilidad, son los otros los que no dan la cara; nunca está desinformado, lo iba a leer más tarde. 
El profecito vive en el asteroide B 612, así que no tengáis miedo, nunca aparecerá por vuestro claustro. 

Crédito de la imagen: 'le petit prince'

10 febrero 2016

Centros sin deberes


Los docentes somos gente rara. No hay duda. Miren estas noticias que enlazo desde diferentes medios de comunicación:


Podría decir que cualquiera con sentido común se daría cuenta de que algo falla en un país que encabeza las listas de fracaso escolar y que a la vez se encuentra entre los que más deberes ponen a sus alumnos. Pero digo que los docentes somos gente rara porque como padres y madres pensamos de un modo y como docentes actuamos de otro. He oído a mis colegas quejarse de que sus hijos llevan demasiados deberes y que deben pasar horas ayudándolos en casa; sorprendentemente, esos mismos colegas mandan a sus alumnos una buena ración de deberes para no perder la costumbre. Porque debe ser una cuestión de costumbre, que de otro modo no se explica la afición de mandar faena para casa a esos jóvenes que pasan media vida en las aulas y otra media haciendo deberes.
Cuando sale el tema, los defensores de los deberes argumentan que son necesarios para reforzar lo aprendido y para incentivar el esfuerzo. Veamos qué ocurre cuando ponemos positivos por hacer deberes:

En un mundo ideal, que un alumno traiga hechos los deberes significa que ha aprendido y se ha esforzado, así que merece un positivo. A la vez, el alumno que no los trae evidencia que tiene poco interés o que no ha atendido suficiente en clase, de modo que merece un negativo.

En un mundo real, el alumno que trae los deberes, y por tanto es merecedor del positivo, puede:

  • haberlos hecho él mismo
  • haberlos encargado a su padre/madre/hermanos mayores
  • haberlos hecho en una academia con apoyo ajeno
  • haberlos copiado a la hora del patio con o sin amenazas previas hacia el plagiado

Por contra, quien no los trae y se llevará su negativo, puede:

  • no haberlos hecho por no tener ganas
  • no haberlos hecho por no saber hacerlos
  • no haberlos hecho porque nadie le ayuda con las dudas
  • no haberlos hecho por tener que ocuparse de faenas del hogar
  • no haberlos hecho porque los considera aburridos si ya los sabía hacer antes
  • no haberlos hecho por falta material de tiempo ante su acumulación

Como vemos, en un mundo real, hacer o no los deberes no garantiza nada en la evaluación del alumnado. En realidad, como indican los estudios, el apoyo sociofamiliar es fundamental para el aprendizaje, y los deberes en este sentido penalizan a quienes no cuentan con ello.
Puedo entender que en alguna ocasión, ante tareas mecánicas, los docentes piensen que reforzar con deberes es positivo, pero creo que eso mismo se puede hacer en horas de clase. Sin embargo, lo que veo a mi alrededor es que se deja poco tiempo para los deberes en el aula, lo que provoca que los estudiantes se lleven a sus casas una o dos horas de deberes como mínimo. Deberes absurdos en muchos casos, sacados de libros de texto y con tareas descontextualizadas. Deberes que generan ansiedad en los más cumplidores, rechazo en los más rebeldes e impotencia en los más incapaces. Deberes inútiles a la vista de los resultados generales del país. 
No soy partidario de prohibir los deberes, porque confío más en el diálogo y en el sentido común, pero no estaría mal que se creasen "centros sin deberes", algo así como una red de calidad educativa que preste atención a la necesidad de los jóvenes de disponer de tiempo libre para cuestiones ajenas al cole o al instituto. Centros sin deberes en los que se trabaja en el aula, sin la presión de tener que acabar un temario o las prisas de terminar el libro de texto. Quizá así tendrían tiempo, por ejemplo, de hacer deporte,  reunirse, jugar o leer por placer. 

A título personal, confieso que cada día pongo menos deberes, casi ninguno. Si hay tareas para fuera del aula, dejo tiempo de sobra para que se pueda hacer en los huecos de clase. He llegado a la conclusión de que muchas veces los deberes son una especie de venganza ante la frustración de un aprendizaje fallido y eso me hace sentir mal. Por eso estoy en contra de ellos. Os dejo para finalizar un vídeo de una plataforma impulsada por Eva Bailén, que explica con bastante claridad lo absurdo de este sistema que alarga la jornada escolar más allá de lo soportable.



Crédito de la imagen: 'An Attempt at Homework'

10 enero 2016

La cómoda: metáforas de la escuela (II)


La cómoda de la abuela siempre nos ha acompañado en casa. Crecimos jugando entre sus patas y guardando tesoros en sus cajones. La cómoda forma parte de nuestra historia familiar y a nadie se le ocurriría deshacerse de ella. Sin embargo, con el paso de los años, la cómoda se ha ido convirtiendo en un trasto que ocupa mucho sitio, un mueble poco útil cuyos cajones se atascan demasiado a menudo. Además, cada vez que se mueve para limpiar el polvo detrás, todo cruje y se astilla.
Hace poco, mi hermano el informático trató de acercarla al enchufe, pensando que podíamos cambiar las fotos antiguas por un marco de fotos digital; lo único que consiguió fue romperle una pata. Otro día, mi cuñado el diputado, la arrastró él solito hasta el cuarto de baño, pensando que sería útil para guardar toallas y cremas, y le rompió otra pata. Como sigan así, acabarán por destrozarla.
La única manera de mover la cómoda de la abuela es ponernos de acuerdo toda la familia y empujar con cuidado de un lado y de otro, pasito a pasito, centímetro a centímetro, ganando terreno muy poco a poco y sabiendo muy bien hacia dónde vamos.
A la cómoda de la abuela, como indica su nombre, no le gusta que le den mucho meneo, pero tampoco le agrada la idea de que la arrumben en el trastero. Nuestra cómoda, con tantos achaques como orgullo, mantiene su vocación de ser útil, para guardar la herencia familiar pero también como testigo de juegos y almacén de tesoros.



Crédito de la imagen: Mercado libre

28 noviembre 2015

La isla: metáforas de la escuela (I)


Observen esa isla. En ella viven unos jóvenes que ansían llegar a tierra firme. También en ella se encuentra, desde tiempos inmemoriales, una casta de chamanes que ayuda a esos jóvenes a construir balsas para escapar de la isla. Siempre se han construido balsas, desde los tiempos de los robinsones. Nadie sabe bien de dónde sacan los chamanes las maderas ni los conocimientos para construir las balsas, pues como buena casta se encargan de transmitir celosamente los secretos del oficio. Sin embargo, en los últimos tiempos las cosas no van bien en la isla. En lugar de maderas, los chamanes reciben piezas de metal. Las balsas que se construyen con ellas no flotan. Los jóvenes se hunden. Algunos en la isla han empezado a cuestionar la actitud cerrada de los chamanes, que insisten en construir una y otra vez balsas que zozobran a los pocos metros de la orilla. Entre los chamanes existe incluso una corriente crítica que propone abandonar la construcción de balsas y experimentar vías distintas para salir de la isla. Sus voces son acalladas. Mientras tanto, la jerarquía de los chamanes continúa repartiendo metros y metros de venerable soga para atar esas brillantes piezas sacadas de enormes cajas. Para no ensuciarse las manos, envuelven el frío metal con el croquis de montaje de modernos helicópteros.

Crédito de la imagen: 'airplane view'