
Mi primera oposición fue en Burgos, a la sazón territorio MEC (que suena a planta joven de grandes almacenes). Todavía recuerdo que pusieron un poema de Ángel González. También recuerdo que en el tribunal había una joven profesora de Medina de Pomar, muy atenta con los que vagábamos por los pasillos como padres primerizos. En aquellos momentos, hubiese vendido mi alma al diablo por cambiarme por ella, aunque fuese a costa de marcharme tan lejos de mi hogar de entonces. Pensaba en una existencia idílica, profesor en un pueblo, entregado a una vocación sin límites. Medina de Pomar, sin conocerlo de nada, se convirtió desde entonces en una especie de punto cardinal de mis ambiciones (aunque me presentase en Andalucía o Valencia). Y marcarme como meta ese punto tan ajeno de mí me ayudó a sobreponerme de los reveses de las oposiciones fallidas, pues siempre pensaba que Medina de Pomar seguiría alli, esperándome... No sé si he alcanzado ya mi Medina de Pomar; debo de estar cerca de ello, pues me siento satisfecho haciendo lo que hago y, si no cumplo más con mi vocación, es más por pereza o escepticismo que por falta de oportunidad para hacerlo.
Ahora echan a andar los profesores y profesoras que han aprobado la oposición y los que no han obtenido plaza (que no es suspenderla, claro). Algunos andan agobiados pensando dónde los mandarán, en los sacrificios del piso de alquiler, en los kilómetros de carretera o en las miradas hostiles de los lugareños. Me gustaría decirles que piensen en Medina de Pomar -o en Tombuctú, que funciona igual-, en ese sitio desconocido y lejano donde serían felices sin duda. Seguramente, acabarán en un destino no tan exótico donde podrán ser tan dichosos, o más, si de verdad han luchado por lo que querían.
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