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19 marzo 2018

Sesquidécada: marzo 2003

Volver la vista atrás y recuperar lecturas sirve para descubrir también lo errático que es el gusto lector. Hay meses plagados de monografías filológicas, otros de obras de divulgación diversas, otros de poesía, otros de folletines, y así ad infinitum. Aquel mes de marzo de 2003 seguramente buscaba lecturas ligeras e intrascendentes, porque me encuentro para esta sesquidécada con tres obras que no han dejado mucho recuerdo en mi biografía. 

Quizá la más válida de las tres sea El club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte, una novela con mucho guiño literario y con bastante intriga, pero demasiado entregada al efectismo de los bestsellers. El enredo literario sobre Alejandro Dumas se mezcla aquí con otras aventuras ligadas a la nigromancia, una circunstancia que animó a Roman Polanski a dirigir La novena puerta, basada en esta obra. No sé si por aquella época había leído mucho o poco de nuestro académico más mediático, pero he de reconocer que me gustaba leer sus novelas de entretenimiento. Pienso que hacía falta ese tipo de novelas en una época en la que todo lo comercial parecía de baja calidad. No es que sean novelas para pasar a la historia de la literatura, pero sí consiguieron que muchos de los que se iniciaban en la lectura lo hiciesen con algo de rigor. Por suerte, tenemos a muchos autores de ese estilo hoy día, lo que contribuye a que haya una cantidad aceptable de personas leyendo en la playa o en el metro.

Otra de las novelas de aquel marzo de 2003 fue Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, de Pablo Tusset. Si Pérez-Reverte representa al escritor de largo recorrido en el ámbito de la literatura comercial, Tusset hace lo propio con las novelas generacionales. Igual que hiciera José Ángel Mañas con Historias del Kronen, o tal como haría más tarde Agustín Fernández Mallo, con Nocilla Dream, la novela de Tusset busca la complicidad del público joven de su época, trazando una historia llena de situaciones y personajes absurdos, que recuerda a veces a las peripecias del detective loco de Eduardo Mendoza. No he vuelto a ella desde entonces, pero imagino que no habrá envejecido bien, salvo para los historiadores de la cultura de los años 90.

Finalmente, La caída del museo británico, de David Lodge, no dejó ni un mínimo recuerdo, a pesar de que considero a Lodge uno de los autores británicos más divertidos de los últimos tiempos. Imagino que el tema que aborda en ella, el conflicto de los católicos con los métodos anticonceptivos en un entorno protestante, debe constituir una parodia más divertida en su ámbito que en el nuestro. En todo caso, aunque no recomiende esta novela, animo a acercarse a El mundo es un pañuelo o Buen trabajo, de las que ya he hablado en alguna ocasión en el blog.

Como veis, hay meses de lecturas productivas y otros para echarse a reír... o a llorar.

10 febrero 2013

Sesquidécada: febrero 1998


El teatro del Siglo de Oro es un referente continuo en mis lecturas filológicas y ya ha aparecido en alguna sesquidécada. Al igual que ocurre con los romances, la comedia abarca un universo que parece inagotable: aventura, pasión, celos, ambición, humor y muerte. Siempre he imaginado al espectador de aquel teatro como un híbrido de lo que hoy son los apasionados del cine y los forofos del fútbol. Ya sé que no todas las obras barrocas están pensadas para ese público ruidoso de ebrios mosqueteros y matronas festivas, pero me gusta pensar que incluso en las comedias más morales habría quien hallase un punto lúdico que justificase pasar una tarde de teatro en el corral. 
En febrero de 1998 leí, entre otras, dos obras que podrían representar bien el alfa y el omega de este teatro áureo. Por un lado El cerco de Numancia, de Cervantes y por otro Los cabellos de Absalón, de Calderón de la Barca. Mientras la primera podría ubicarse en el nacimiento de lo que hoy llamamos la 'comedia nacional, la segunda se sitúa en la cima del teatro barroco, y a partir de ella comenzará su declive y extinción.

La Numancia se corresponde con las postrimerías del teatro renacentista, anclado en las normas aristotélicas y sujeto a sus unidades de acción, tiempo y lugar. Cervantes construye una tragedia en cinco actos plagada de muerte y desolación, con un deseo ferviente de provocarnos la catarsis, pero a nuestros ojos es una obra que no conmueve, que se queda a mucha distancia de historias como Fuenteovejuna, mucho más cercanas a las emociones del espectador. Cervantes tuvo clavada durante mucho tiempo la espinita del fracaso como dramaturgo, sobre todo cuando alguien hacía lo que yo acabo de hacer, compararlo con el exitoso Lope. Solo al final de su vida entendió que había prestado más atención a Aristóteles que a los ansiosos espectadores de su época. 

Tras el huracán teatral de Lope, será Calderón quien lleve el teatro a su máximo esplendor. En alguna ocasión he mencionado que la crítica ha sido injusta con el pobre Calderón, a quien acusan de dogmático, serio o austero por oposición a la desmesura lopesca. Sin embargo, las obras de Calderón tienen una perfección formal difícil de igualar. Incluso sus obras más complejas, las que parten de la historia o la tradición bíblica para moralizar sobre su tiempo, tienen una trama escénica que cautiva al lector y lo mantiene en vilo hasta el final. En el caso de Los cabellos de Absalón, los personajes bíblicos de Tamar, Amón y Absalón son el eje para reflexionar sobre la ambición humana y sobre el engaño basado en una interpretación errónea de los vaticinios -algo que emparenta esta obra con La vida es sueño-. Absalón, a partir de estas palabras: "Ya veo / que te ha de ver tu ambición / en alto por los cabellos", interpreta lo siguiente: "Luego justamente infiero, / pues que mis cabellos son/ de mi hermosura primeros / acreedores, que a ellos deba / el verme en el alto puesto; / y así, vendré a estar entonces / en alto por los cabellos.". Su vanidad, arrogancia y ambición lo llevarán a la guerra, al asesinato, al incesto y a su fin trágico ahorcado por su propio cabello, un cuadro final que servirá para que el público comprenda que no hay error sin castigo. 

Soy consciente de que esta sesquidécada es un bocado casi exclusivo para filólogos, de modo que aún me atreveré a mencionar otra obra muy alejada en tiempo, género y tema de las anteriores, pero también destinada a un lector con cierto conocimiento de los ambientes universitarios. Se trata de la novela de David Lodge, El mundo es un pañuelo, una narración de enredo protagonizada por profesores visitantes y que constituye una crítica más o menos amable de ese extraño mundillo de favores y rencores. Recuerdo que me resultó una novela divertida que me provocó más de una risa, quizá porque todavía tenía muy presentes los entresijos de la vida en la facultad, los congresos y las disputas de eruditos. Tal vez ahora me resultase muy muy lejana, más incluso que Calderón.