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30 junio 2019

Sesquidécada: junio 2004

Vivimos algunos inmersos en la era de las plataformas digitales: Netflix, HBO, Amazon prime, Movistar +, Filmin... Todas ofrecen diversión al instante, horas interminables de películas y series a las que no nos podemos resistir porque su crítica llena diarios y redes sociales, porque no verlas nos margina en las conversaciones. Series que ya no contamos por capítulos, sino por temporadas. Adictos, ansiosos por una nueva entrega, airados incluso si la trama no transcurre a nuestro gusto.

Hace quince años, en otro caluroso junio, las cosas eran diferentes. Mi serie era una novela adictiva, una trama de la que no me podía desenganchar, una historia con todos los ingredientes para convertirse en una serie, como ya había ocurrido años atrás. Esa novela era El conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, protagonista en exclusiva de esta sesquidécada. La dimensión del libro ciertamente echa para atrás a los lectores poco atrevidos, pero, como suele ocurrir con los folletines y los culebrones televisivos, una vez iniciada la historia es difícil detenerse. En mi casa siempre había oído hablar del famoso conde, supongo que a raíz de la serie de 17 episodios de TVE, emitida a partir de 1969. Por tanto, era una de esas tareas pendientes ponerme con su lectura, algo que acometí en el inicio de aquel verano. No voy a destriparos el clásico de Dumas, aunque imagino que conocéis algo del personaje. Solo diré que valió la pena leerla y disfrutar con los giros de guion. Creo que estas plataformas digitales de hoy harían una buena (in)versión recuperándola para el público del siglo XXI, convirtiendo a Edmundo Dantès en un personaje a la altura de Sherlock Holmes, Walter White o los superhéroes de Marvel. Y luego que metan mano al resto de clásicos del siglo XIX, que bien lo merecen.

19 marzo 2018

Sesquidécada: marzo 2003

Volver la vista atrás y recuperar lecturas sirve para descubrir también lo errático que es el gusto lector. Hay meses plagados de monografías filológicas, otros de obras de divulgación diversas, otros de poesía, otros de folletines, y así ad infinitum. Aquel mes de marzo de 2003 seguramente buscaba lecturas ligeras e intrascendentes, porque me encuentro para esta sesquidécada con tres obras que no han dejado mucho recuerdo en mi biografía. 

Quizá la más válida de las tres sea El club Dumas, de Arturo Pérez-Reverte, una novela con mucho guiño literario y con bastante intriga, pero demasiado entregada al efectismo de los bestsellers. El enredo literario sobre Alejandro Dumas se mezcla aquí con otras aventuras ligadas a la nigromancia, una circunstancia que animó a Roman Polanski a dirigir La novena puerta, basada en esta obra. No sé si por aquella época había leído mucho o poco de nuestro académico más mediático, pero he de reconocer que me gustaba leer sus novelas de entretenimiento. Pienso que hacía falta ese tipo de novelas en una época en la que todo lo comercial parecía de baja calidad. No es que sean novelas para pasar a la historia de la literatura, pero sí consiguieron que muchos de los que se iniciaban en la lectura lo hiciesen con algo de rigor. Por suerte, tenemos a muchos autores de ese estilo hoy día, lo que contribuye a que haya una cantidad aceptable de personas leyendo en la playa o en el metro.

Otra de las novelas de aquel marzo de 2003 fue Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, de Pablo Tusset. Si Pérez-Reverte representa al escritor de largo recorrido en el ámbito de la literatura comercial, Tusset hace lo propio con las novelas generacionales. Igual que hiciera José Ángel Mañas con Historias del Kronen, o tal como haría más tarde Agustín Fernández Mallo, con Nocilla Dream, la novela de Tusset busca la complicidad del público joven de su época, trazando una historia llena de situaciones y personajes absurdos, que recuerda a veces a las peripecias del detective loco de Eduardo Mendoza. No he vuelto a ella desde entonces, pero imagino que no habrá envejecido bien, salvo para los historiadores de la cultura de los años 90.

Finalmente, La caída del museo británico, de David Lodge, no dejó ni un mínimo recuerdo, a pesar de que considero a Lodge uno de los autores británicos más divertidos de los últimos tiempos. Imagino que el tema que aborda en ella, el conflicto de los católicos con los métodos anticonceptivos en un entorno protestante, debe constituir una parodia más divertida en su ámbito que en el nuestro. En todo caso, aunque no recomiende esta novela, animo a acercarse a El mundo es un pañuelo o Buen trabajo, de las que ya he hablado en alguna ocasión en el blog.

Como veis, hay meses de lecturas productivas y otros para echarse a reír... o a llorar.