El teatro del Siglo de Oro es un referente continuo en mis lecturas filológicas y ya ha aparecido en alguna sesquidécada. Al igual que ocurre con los romances, la comedia abarca un universo que parece inagotable: aventura, pasión, celos, ambición, humor y muerte. Siempre he imaginado al espectador de aquel teatro como un híbrido de lo que hoy son los apasionados del cine y los forofos del fútbol. Ya sé que no todas las obras barrocas están pensadas para ese público ruidoso de ebrios mosqueteros y matronas festivas, pero me gusta pensar que incluso en las comedias más morales habría quien hallase un punto lúdico que justificase pasar una tarde de teatro en el corral.
En febrero de 1998 leí, entre otras, dos obras que podrían representar bien el alfa y el omega de este teatro áureo. Por un lado El cerco de Numancia, de Cervantes y por otro Los cabellos de Absalón, de Calderón de la Barca. Mientras la primera podría ubicarse en el nacimiento de lo que hoy llamamos la 'comedia nacional, la segunda se sitúa en la cima del teatro barroco, y a partir de ella comenzará su declive y extinción.
La Numancia se corresponde con las postrimerías del teatro renacentista, anclado en las normas aristotélicas y sujeto a sus unidades de acción, tiempo y lugar. Cervantes construye una tragedia en cinco actos plagada de muerte y desolación, con un deseo ferviente de provocarnos la catarsis, pero a nuestros ojos es una obra que no conmueve, que se queda a mucha distancia de historias como Fuenteovejuna, mucho más cercanas a las emociones del espectador. Cervantes tuvo clavada durante mucho tiempo la espinita del fracaso como dramaturgo, sobre todo cuando alguien hacía lo que yo acabo de hacer, compararlo con el exitoso Lope. Solo al final de su vida entendió que había prestado más atención a Aristóteles que a los ansiosos espectadores de su época.

Soy consciente de que esta sesquidécada es un bocado casi exclusivo para filólogos, de modo que aún me atreveré a mencionar otra obra muy alejada en tiempo, género y tema de las anteriores, pero también destinada a un lector con cierto conocimiento de los ambientes universitarios. Se trata de la novela de David Lodge, El mundo es un pañuelo, una narración de enredo protagonizada por profesores visitantes y que constituye una crítica más o menos amable de ese extraño mundillo de favores y rencores. Recuerdo que me resultó una novela divertida que me provocó más de una risa, quizá porque todavía tenía muy presentes los entresijos de la vida en la facultad, los congresos y las disputas de eruditos. Tal vez ahora me resultase muy muy lejana, más incluso que Calderón.