06 octubre 2025

Mi primera escuela


Me cuentan que mi primera escuela fue una guardería (una “miga” la llamaban en mi pueblo) a la que asistí con apenas 3 años; de aquello no recuerdo nada. Mi memoria empieza en un colegio nacional en el que hice toda la EGB. Era el colegio del barrio, en un pueblo cercano a Valencia, un colegio pequeño que compartía territorio con otros dos colegios concertados a los que iban algunos de mis vecinos. En aquel momento no lo entendía, pero resultaba curioso, ya en los años 70, que las familias de clase media llevasen a sus hijos a colegios diferentes de los que íbamos los de clase más baja. En mi clase, casi todos éramos hijos de inmigrantes, hijos e hijas de esas familias que venían de Albacete, de Badajoz, de Jaén o de Córdoba, como era mi caso. Por eso nadie hablaba valenciano (luego supe que los otros niños del lugar tampoco podían hablar valenciano en sus colegios selectos, que eso solo era para casa). Mi primera escuela era la escuela de muchos niños humildes de aquella época, una escuela en la que aún se formaba en filas con la mano en el hombro y en la que se rezaba al empezar el día y al acabarlo. De la etapa de infantil solo albergo un vago recuerdo de mi maestra doña Remedios, que propuso que me adelantasen de curso para empezar la EGB con cinco años. Así pasé toda mi etapa primaria siendo el más pequeño de la clase, un niño esmirriado que era poco menos que la mascota del grupo. Tengo buenos recuerdos del patio de tierra y árboles, de mi abuela llevándome a la valla yogures para almorzar, de jugar a pillar o a la cadena o al “churro va”. En mi memoria, el colegio era amplio y espacioso, y entrar en él después, ya de adulto, supuso un impacto enorme al descubrir que era justo lo contrario, un edificio angosto y reducido. Mi primera escuela tenía maestras en los niveles más bajos (tanto que no guardo apenas recuerdo de ellas) y maestros a partir de 4º de EGB. Entre ellos los había estrictos, muy autoritarios al estilo del franquismo, incluso con capones y tirones de pelo en las patillas, otros a los que se les notaba ya derrotados, con signos de estar en un lugar en el que no les apetecía, y algún otro que todavía mantenía la vocación de educar. En cuanto a los compañeros, esos treinta y pico en clase de aquellos años, eran como dije al principio un revoltijo de chavales de familias humildes, con bastante absentismo a partir de los doce años y también con algunos repetidores, la mayoría de ellos con necesidades educativas muy acentuadas. De todos ellos, apenas un tercio siguieron con estudios de bachillerato o formación profesional; el resto entraba como aprendiz en las numerosas fábricas de muebles de la zona o en pequeños talleres familiares. En estos momentos en los que se habla tanto de disciplina en las aulas, recuerdo que también había “gamberros” en mi primera escuela: chavales a los que la escuela les daba la espalda y saltaban por la ventana para escaparse, chavales que fumaban (igual que el maestro que lo hacía en pipa en el aula), chavales que ya estaban trabajando sin que nadie se escandalizase. Mi primera escuela era mi mejor escuela, porque no había otra y porque, junto con la biblioteca municipal, era el único lugar en el que saciar mi curiosidad. Ojalá recuperar aquella escuela, no para volver a los capones y castigos, sino para satisfacer esa ansía de curiosidad que todos los niños tienen y que, a veces, no sabemos colmar.

No hay comentarios: