
A raíz de esta reflexión, volví a plantearme mi visión acerca de las lecturas en el aula y de cómo salvar los escollos para que los alumnos valoren la literatura en su justa medida.
Los profesores estamos en esa encrucijada de elegir entre lecturas juveniles blancas, con mucho desaguisado moral pero envueltas en apósitos de sensatez, novelas que parecen exempla para los libros de Educación para la ciudadanía, o novelas novelas, literatura sin cortapisas, donde los personajes son libres de fornicar, matar o ser simplemente imbéciles sin que un demiurgo salido de los gabinetes psicopedagógicos venga a ponerlos en su sitio. Algunos de vosotros, por ejemplo Joselu, ya ha comentado los problemas que surgen cuando se recomiendan novelas como El guardián entre el centeno, que no encajan en ese molde de obras políticamente correctas. ¿Debemos renunciar a la recomendación de novelas porque no hacen suyos los valores que establecen las leyes educativas? ¿No es un ejemplo de miopía cultural establecer esa pacata censura en lo que leen nuestros hijos mientras ellos se hinchan por su cuenta de violencia o sexo? ¿Debemos atiborrar a nuestros jóvenes peludos -por arriba y por abajo- con lecturas tipo Heidi?
Afortunadamente, creo que los autores de literatura juvenil actual -en su mayor parte- se han dado cuenta de que lo que importa es ofrecer una buena historia y contarla bien y huyen de la moralina de otros tiempos. Cumplen su papel de crear hábitos lectores, algo fundamental en una cultura con predominio absoluto de lo audiovisual. Sin embargo, precisamente por ser novelas juveniles dirigidas al consumo escolar, deben someterse a esa tibia censura que las convierte en objetos de socialización. Por si fuera poco, en las guías de lectura se ofrece todo un catálogo de valores y temas transversales que se pueden abordar al hilo del relato novelesco. Supongo que se trata de estrategias editoriales destinadas a facilitar la labor de los docentes, pero pienso que sigue siendo un error vincular la lectura de obras de ficción a actividades de argumentación o crítica a partir de un cuadernillo de ejercicios -estos ejercicios ya están en las unidades didácticas, así que es más de lo mismo para ellos-.
Y ahí entramos los profesores, quienes, por comodidad o por seguir fielmente los dictados de los currículos oficiales, entramos al trapo de las editoriales y asumimos que las lecturas son un ejercicio más del libro que hay que ofrecer a bulto para todos los alumnos y con la misma exigencia final: un trabajillo o un dossier. El alumno se siente estafado, pues piensa que la novela es solo la excusa para hacerle leer, escribir o pensar. Como el perro de Pavlov, a partir de aquí, asocia la lectura con la exigencia de tener que esforzarse al final, en un laberinto de disquisiciones sin mucho sentido. Es posible que renuncie al placer de leer por leer para no tener que someterse a esos trabajos estándar en los que hay poco espacio para la impresión personal (pocos se atreven a poner por escrito lo que de verdad sienten después de leer un libro: prefieren copiar opiniones generales y poco comprometidas para no dar la nota). Y obligar, de manera general, a los consabidos resúmenes y trabajos sobre el libro, es cuestionar a priori el acto de lectura, bajo la amenaza de pillar y castigar a quien no cumpla. Los alumnos no lectores acaban copiando los trabajos con mayor o menor destreza, mientras los buenos lectores se resignan al suplicio de justificar su lectura con estrategias convencionales que usan a diario en todas las materias (el esquema, el resumen, etc.).
Y, vistos todos los inconvenientes, ¿cuál sería el camino ideal para enfocar la lectura en el aula? Sigo pensando que la solución son los Planes Individualizados de Lectura, con un seguimiento personalizado de los niveles de lectura, de los intereses y del currículo lector de cada alumno. Mucho trabajo, claro. Habría que establecer unas plantillas en las que se plasmasen las lecturas de cada alumno y que esos documentos se gestionasen desde el Seminario de Lengua (incluso con la posibilidad de articular estrategias conjuntas en las comunidades bilingües), para que los alumnos fuesen realmente progresando a lo largo de toda la etapa educativa en sus competencias lectoras y literarias. No hablaríamos de que tal o cual novela es una lectura de segundo de ESO o de primero de Bachiller, sino de novelas de mayor o menor madurez en una determinada escala de competencia lectora.
Y ahí está el quid de la cuestión: es impensable fomentar la lectura de Literatura con mayúsculas si antes no hemos afianzado los hábitos lectores con novelas juveniles. Puede haber cinco o diez alumnos lo suficientemente maduros como para leer a Azorín y disfrutarlo sin haber pasado por Alfredo Gómez Cerdá o Fernando Lalana, por ejemplo. El resto sufrirá lo indecible para avanzar línea a línea entre palabras que desconoce en un cincuenta o sesenta por cien. Será como lanzarlos al océano sin que sepan nadar, pues el hábito lector es costoso de adquirir y sólo se alcanza con la práctica y con el deleite en esa actividad. Así, ¿a quién se le ocurriría organizar un cumpleaños de niños en El Bulli? ¿al mismo que los llevaría a ver la última película de Tavernier en lugar de las patochadas de Shrek Tercero? Y, cuando acabasen de ver la película, ¿tendrían que hacer un pequeño trabajo con el argumento, el análisis de los personajes y la opinión personal? Todo a su debido tiempo, ¿no?
De modo que, por un lado han de ir los contenidos del área, con su teoría, su historia de la literatura (la justa, a ser posible) y sus estrategias de comprensión y expresión; y por otro, el fomento de la lectura, ligado únicamente al placer de leer. Incluso, asumiendo la existencia de alumnos que, por carecer de hábitos, habrán de comenzar por “TEO va al parque”: menos da una piedra.
Lamento haberme extendido tanto y en un tono tan serio, aunque, como sé que todos vosotros habéis superado la fase TEO -seguro que coméis en el Bulli y veis las pelis de Tavernier, ¿eh, listillos?-, espero que surja al hilo de esta nota un provechoso debate finveraniego.
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