
Octubre de 1995 podría convertirse en una fecha señalada en mi calendario lector, si hiciese caso de algunos letraheridos que consideran el Ulises, de James Joyce, como la obra suprema de la literatura moderna. Después de leerla con auténtica devoción, he de confesar que sólo se la recomendaría a lectores compulsivos amigos de la filología extrema.
Llegué a esta novela por inclinación filológica y por amor a las tierras irlandesas que acababa de visitar en aquellos remotos tiempos. Sabía que se trataba de una obra compleja, con problemas de traducción, con referencias metaliterarias enrevesadas, con un armazón crítico-erudito de ardua inteligibilidad, pero aun así acepté el reto. Me gustó bastante, a pesar de que hubo numerosos pasajes a los que no accedí con mis entendederas. Sin embargo, me resultó incomprensible que tantos críticos hablaran del Ulises como la obra total. A mí me pareció más bien un ejercicio de trasgresión técnica en lo literario y lo lingüístico, una especie de desafío filológico, mucho más valioso y eficaz como texto teórico que como novela. No negaré que el Ulises tiene fragmentos divertidos (el monólogo final de Molly Bloom, por ejemplo) y que su paralelismo con la Odisea convierte al lector en un cómplice necesario, pero dudo que los lectores no expertos puedan gozar con esta novela De hecho, me resultan mucho más interesantes los relatos recogidos en Dublineses, una obra que me parece literariamente superior.
Animo a quienes hayan leído esta novela a dejar sus impresiones en los comentarios. Y a quienes no lo hayan hecho, les recomiendo que no se dejen liar por críticos y filólogos, que renuncien a las ochocientas páginas de desventuras de Leopold Bloom y Stephen Dedalus por las calles de Dublín, y que lean Dublineses acompañados por la película de John Huston sobre uno de esos relatos, "Los muertos".
Crédito de la imagen: 'joyce-textorized'