30 noviembre 2018

Sesquidécada: noviembre 2003


Dos lecturas, dos niveles, dos estilos. La selección de lecturas de aquel noviembre de hace quince años, me lleva a puntos muy dispares. Una recomendación quizá os valdrá para el aula, y la otra para vuestro propio disfrute, un disfrute un tanto doloroso.

Cuando leí Hoyos, de Louis Sachar, me pareció una novela ideal para Secundaria. Creo que la utilicé unos cuantos años en 3º y 4º de ESO y luego cayó de mi catálogo, si no recuerdo mal, porque habían sacado una película que reducía su lectura a un nivel demasiado básico de interpretación. Hoyos es una buena novela juvenil, con una estructura muy bien trazada y con un fondo de reflexión muy interesante sobre la culpa, el castigo y la consideración de los menores como un problema social. Al margen de todo ello, es también una novela entretenida, con intriga y con buenas dosis de azar o serendipia. Recuperarla para esta sesquidécada me ha traído gratos recuerdos y tal vez me anime en algún momento a devolverla al aula.

La segunda lectura que reseño es Desgracia, de J.M. Coetzee, que en aquella época recibió el premio Nobel. Se trata de una novela dura, sin el más mínimo espacio para las alegrías, una novela que aborda problemas sobre las decisiones personales y sobre los dramas sociales. Desgracia es una de esas obras que te dejan con una sensación terrible de desamparo. Una lectura no apta para malas rachas... o sí.

17 noviembre 2018

Evaluación decente

Centros pequeños con seis o siete docentes y grandes institutos con centenares de ellos. Escuelas rurales y colegios urbanos. Barrios de lujo y áreas marginales. Funcionarios interinos que no han pasado nunca por una oposición y funcionarios de carrera que han aprobado varias. Interinos que han aprobado muchos exámenes y ninguna oposición y funcionarios de carrera que, por azar, aprobaron a la primera. Docentes que se esfuerzan en cada clase como si les fuese la vida en ello y profes que huyen de sus responsabilidades como si fuese la peste. Buenas personas y malas personas. Buenos profesionales y malos profesionales... Este es el sistema, esto es lo que hay. Seas docente, familia o alumno, te toca la lotería de tu centro, aunque siempre puedes huir a probar suerte en otro.
Se está hablando mucho de evaluación docente y también yo creo que es necesaria, precisamente para que la educación de todos no sea una lotería. Hace falta una evaluación que corrija los errores del sistema y sus desigualdades. Una evaluación que facilite la mejora profesional y el rendimiento de los centros y del alumnado. Evaluarse es sano y muchos lo hacen. No como se está diciendo en las redes, con una evaluación diaria ante la comunidad educativa, porque sabemos que un mal profe, detectado y comprobado en su mala praxis, es una "patata caliente" que queda enquistada en un departamento como una dolencia crónica, si es funcionario de carrera, o va pasando de centro en centro, si es interino. Nos molesta hablar de ello y tratamos de defender nuestra integridad como colectivo, pero una buena evaluación ayudaría a que estos casos minoritarios no empañasen la imagen del profesorado, y tal vez les ayudase a ellos también para tomar conciencia de sus fallos. Es necesaria la evaluación para que los centros aprovechen sus recursos. Es necesaria también para que los proyectos educativos tengan sentido para toda la comunidad educativa. Evaluar es dar valor a lo que nos importa a todos.
Tras este panegírico de la evaluación docente llega la cruda realidad: es imposible una evaluación docente ahora. Ni docente ni decente. Y probablemente lo sea en los próximos años. Toda la evaluación del sistema pasa por asumir la diversidad de contextos que se mencionan al inicio de esta nota, así que no se pueden establecer criterios generales para hacerlo. Una evaluación que no tenga en cuenta el contexto educativo y la diversidad de los miembros que lo conforman es errónea desde la base. Es más, la propia presencia de contextos anormales (guetos educativos, escuela concertada, centros bilingües o de excelencia) dificulta que los resultados de una evaluación tengan valor más allá del aquí/ahora. Por ejemplo, evaluar positivamente a un profe en un centro sin apenas alumnado de compensatoria ¿lo hace competente para trabajar en otro barrio con alto índice de inmigración? Es más, los contextos no son fijos, cambian con el tiempo, con lo cual, la evaluación debería realizarse con cierta frecuencia, lo que exige recursos.
Hablando de recursos para evaluar, se habla poco de quién o quiénes tendrían que realizar esa evaluación del profesorado o de los centros. ¿Una empresa externa? ¿La inspección educativa? ¿Los equipos directivos? No vale la pena extenderse en esto. Las empresas externas no saben lo que es enseñar ni podrán nunca comprender en una o dos sesiones de evaluación la dificultad que entraña nuestro trabajo. Imaginad al auditor que vaya a un centro un lunes a primera hora y a otro el viernes a última. Ah, no, ellos solo medirán la documentación, es decir, no evaluarán la práctica docente, sino las programaciones, las rúbricas, etc. Así sí, claro. En cuanto a la inspección, tal vez en algún caso estén en condiciones de evaluar un centro, pero ni tienen recursos ni capacidad para hacerlo con los docentes, en la mayoría de casos pertenecientes a un nivel o asignatura distinto, e incluso a épocas o ideas educativas distantes. Finalmente, los equipos directivos somos parte implicada y por ello no deberíamos asumir más que aspectos organizativos de esa evaluación y ser también evaluados. Por cierto, imagino que si llega a hacerse esa evaluación, también habría que establecer criterios para evaluar a la inspección, al personal de administración y servicios, ¿a las familias...?
Pero, si hay algo que definitivamente impida la evaluación docente hoy día es el "para qué". Arriba he explicado mis ideas acerca de los objetivos de la evaluación, centrados especialmente en la mejora profesional. Sin embargo, con unos políticos incapaces de ponerse de acuerdo en las líneas generales de la educación, unos políticos que usan la Escuela como un tablero de batalla política, ideológica e incluso religiosa, unos políticos que con una mano aplauden a los profes mientras con la otra les recortan recursos imprescindibles para su trabajo, con esos políticos, la evaluación se convierte en una maquinaria de terror, el instrumento para justificar que no funcionan las cosas que a ellos no les gustan y que hay que promover las que ellos diseñan. Evaluar, para muchos, es una manera de castigar al disidente y premiar al lisonjero. También, si se hace para racionar (que no racionalizar) recursos, se puede convertir en la excusa para privatizar, segregar, excluir... Lo hemos visto demasiadas veces y los resultados han sido demoledores. No, la Escuela no se va al garete por los innoveitors ni por los guruses ni por los profesaurios, tampoco por la LOGSE ni por la LOMCE; la Escuela no arranca porque no hay un pacto de estado a largo plazo que siente las bases de un horizonte educativo en el que todos podamos avanzar hacia objetivos comunes. No existe ese pacto y por tanto no hay ni recursos ni financiación justa. Con una visión de futuro se pueden detectar las carencias y reducir ratios donde haga falta, asignar profesorado para paliar desequilibrios sociales o familiares, trazar mapas escolares con sentido común, eliminar conciertos donde no sean necesarios, potenciar la Escuela pública inclusiva, etc. Por eso, hablar ahora de evaluación docente, cuando hay tantas cosas que solucionar antes, es un tanto temerario, por no decir inconsciente. Espero que a nuestros gestores se les pase esta fiebre evaluadora tan poco meditada y se pongan de verdad a solucionar los problemas de la educación, que empiezan justamente en esa gran pregunta: ¿para qué queremos la Escuela? Mientras tanto, cuenten con que la mayoría de docentes seguirán esforzándose en su trabajo docente y decente, como siempre.

Crédito de la imagen: 'IMG_0037' y 'Feet Direction'

10 noviembre 2018

Sesquidécada: octubre 2003

Creo que es la primera vez que me pasa. Desde que comenzase estas sesquidécadas hace ya casi diez años, no se me había olvidado esta cita mensual del blog, pero resulta que el mes de octubre se ha pasado tan rápido que, cuando me he dado cuenta, estoy casi a mitad de noviembre. Tal vez sea que la lectura de un novelón de Galdós me ha tenido tan absorto, que los días pasaron sin que lo notase. Pongamos, pues, remedio a este olvido con dos reseñas rápidas de aquel octubre de hace quince años.

Asesinato en el Orient Express, de Agatha Christie, no requiere mucha presentación. No sé si aquella fue mi primera lectura o no de este clásico de la novela policíaca. Sé que lo hice por si podía recomendarla en las aulas, aunque no recuerdo a qué conclusión llegué, aunque unos años más tarde sí que leímos en 4º de ESO La ratonera, de la misma autora. Tanto la novela del crimen ferroviario como la película son una auténtica delicia que vale la pena leer y ver, si no se ha tenido todavía ocasión. Lo único malo de Agatha Christie es que puedes morir por sobredosis de crímenes si abusas de sus libros.

He hablado en el blog otras veces de Laura Gallego y de su literatura. En aquellos días leía El valle de los lobos, la primera entrega de lo que luego se convertiría en una saga. Aunque ya no tiene tanto tirón en las estanterías juveniles, Laura Gallego ha sido la gran protagonista en nuestro país de la literatura "adultescente" o young adult. A ella debemos una considerable cantera de lectores actuales que se iniciaron con sus relatos de literatura fantástica. El valle de los lobos contiene todos los ingredientes del género: misterios, amor, transformaciones, seres imaginarios... Después de terminar aquella saga, no he vuelto a leer nada de ella, excepto Finis mundi y el primer volumen de las Memorias de Idhún. Espero que siga brindándonos con el tiempo más éxitos para jóvenes o adultos.