26 noviembre 2016

La farsa de la evaluación



Este vídeo es el producto de una de esas casualidades gozosas del oficio. A principios del verano, José Luis Liarte me propuso participar en unas jornadas sobre evaluación que se realizarían en la Universitat Jaume I en septiembre. Me animó a que escribiese un guion para un entremés cómico y en un par de semanas preparé el texto y se lo hicimos llegar a Joan Collado y Elena Baviera, profes del IES Berenguer Dalmau de Catarroja. Joan, como buen artista de teatro, adaptó el texto pensando en su alumnado y, en los primeros días de este curso, puso en marcha los ensayos y la grabación de esta Farsa de la evaluación. Así pues, han sido ellos y no yo los verdaderos artífices de esta obrita.

Según el diccionario de la RAE, una farsa es una "obra de teatro cómica, generalmente breve y de carácter satírico". Si habéis visto el vídeo que encabeza esta nota, quizá esa definición sea la primera que os venga a la cabeza. Sin embargo, si sois docentes, tal vez hayáis pensado también en la segunda acepción: "Acción realizada para fingir o aparentar". No sé en vuestras sesiones de evaluación cuánto hay de fingimiento, aunque es cierto que muchas de ellas se convierten en auténticos sainetes en los que los actores acaban entre risas y llantos.
He escrito en alguna ocasión sobre la dificultad de evaluar y sobre las contradicciones que genera el trabajar por competencias mientras se sigue evaluando estrictamente la memorización de contenidos. En esas jornadas llegué a plantear incluso lo que llamo la "deslocalización" de la evaluación, es decir, desplazar la mayor parte de la evaluación hacia el propio alumnado, haciendo explícitos los criterios de evaluación antes de cada tarea y tratando de que ellos mismos orienten su desarrollo para cumplir con la mayor exigencia posible con esos criterios. De ese modo, el docente "sólo" tendría que supervisar esos procesos y hacerse cargo de la calificación.
Sin embargo, frente a esa complejidad del acto de evaluar, las sesiones de evaluación siguen siendo más parecidas a la mencionada farsa que a una reunión en la que se cuestionan y replantean métodos y estrategias de aprendizaje. El acto formal de las sesiones de evaluación es meramente sancionador y burocrático, con poco margen para la corrección de errores. Algunas veces funciona más como terapia de grupo para docentes que como elemento pedagógico. Es cierto que esas sesiones constituyen uno de los pocos momentos en los que se reúne el equipo docente, pero las prisas con las que se abordan impiden que esa interacción sea productiva. Si tenéis dudas de ello, ahí está también el bingo de la evaluación, esa viñeta satírica de Xavier Àgueda, con la que tantos os sentiréis identificados.

En ocasiones me he preguntado qué se podría hacer para que las sesiones de evaluación fueran más eficaces. En Secundaria creo que hay poco margen para la mejora. Me gustaría que hubiese posibilidad de cambiar alumnos de grupo, si las relaciones entre ellos no favorecen el aprendizaje; retocar desdobles, sobre todo si no están funcionando como medida de atención a la diversidad; modificar horarios, si se comprueba que atentan contra la lógica del aprendizaje. Como podéis comprobar, son medidas que resulta difícil llevar a la práctica bajo el modelo de un centro de secundaria, donde la organización suele ser un rompecabezas cuyas piezas no pueden moverse una vez montado. También me gustaría que fuésemos honestos, reflexivos y autocríticos hasta el punto de admitir que no es normal que todos los alumnos de un grupo sean excelentes, que ninguno de los alumnos de un grupo merece aprobar, que no podemos deshacernos de los alumnos con dificultades, que no toda la culpa de que el alumnado no aprenda es exclusivamente suya y de su familia. Me gustaría oír en las sesiones de evaluación que los profes proponen alternativas metodológicas y que otros las escuchan y las aceptan o, al menos, no se burlan de ellas. Me gustaría que las sesiones de evaluación acabasen con la sensación positiva de pensar que el próximo trimestre van a mejorar los resultados, que no se van a esgrimir como excusa ante el fracaso ninguno de esos mantras del bingo de la evaluación, porque, por mucho que queramos ocultarlo, en ese fracaso también nosotros tenemos nuestra ración de culpa. Es esa parte de culpa la que puede conducirnos a la última acepción de la palabra farsa, la que convierte la sesión de evaluación en una "obra dramática desarreglada, chabacana y grotesca". Ojalá no sea así.

19 noviembre 2016

Sesquidécada: noviembre 2001

De las mareas lectoras del lejano noviembre de 2001 voy a rescatar únicamente dos libros. Dejo para otra ocasión a Gabriel Miró, cuya prosa preciosista me reservo para un tiempo menos frenético y apresurado.

La primera de mis reseñas recupera una novela que no siempre ha sido suficientemente valorada. Se trata de Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift, uno de esos clásicos juveniles que no lo son, en la línea de El principito, Pinocho, Robinson Crusoe o Platero y yo. Como ocurre a menudo, estos libros acaban siendo catalogados como novelas juveniles, despojándolos de la potente carga literaria, filosófica, política y moral con que fueron escritos. No creo que necesitéis saber mucho de las aventuras de Gulliver, porque sus pormenores son bastante conocidos, pero, si no os habéis acercado al original, os estáis perdiendo una sátira política de primer orden, con una ironía que provoca más de una risa y con una llamada velada a la rebelión en más de una ocasión. En la novela aparece la corrupción política, la ambición humana, el sometimiento de los débiles al poder arbitrario... nada que ver con un cuento infantil. Desde luego, para mí fue todo un descubrimiento y una sorpresa. Con el panorama actual, seguro que merece la pena releerlo para que sus críticas cobren nuevo valor.


La segunda lectura es el Ensayo sobre la Literatura de Cordel, de Julio Caro Baroja. Es una obra de referencia para el estudio de lo que llamamos paraliteratura o subliteratura, esos textos que están en los márgenes de la literatura canónica y que, en alguna ocasión, han dado lugar a géneros propios como el folletín, la fotonovela o el cómic. Mi interés por los pliegos de cordel venía del estudio de las relaciones de sucesos de los siglos de oro, sobre las que ya había hecho algún trabajo. Me propuse encaminar mi tesis hacia ese ámbito, después de haber abandonado el intento inicial sobre la Academia de los Nocturnos. El propósito de aquella tesis era indagar en las conexiones entre la literatura fantástica y las relaciones de sucesos, más o menos históricos o legendarios, que acababan convirtiéndose en hechos milagrosos o extraordinarios. En esta línea, la obra de Caro Baroja, desde el ámbito de la etnología, resultaba fundamental y creo que aún hoy sigue siéndolo. Incluso para un lector no especialista, este ensayo es muy entretenido y ameno, con numerosos ejemplos de una literatura que ha pasado a la historia sin pena ni gloria, precisamente por su carácter efímero y popular. Mi acercamiento a los pliegos de cordel iría dando interesantes resultados a lo largo de un tiempo, y este campo nutriría mi cantera de lecturas hasta hoy día. La tesis quedó aparcada, pero de aquellas lecturas siempre guardaré un buen recuerdo que espero seguir compartiendo en próximas sesquidécadas.