12 marzo 2022

Sesquidécada: marzo 2007

Mi regalo de cumpleaños en marzo de 2007 fue un libro que me ayudó bastante a situarme en mi mundo profesional. Ese libro es El profesor, de Frank McCourt, y protagoniza en exclusiva y con honores esta sesquidécada.

No nos tenemos que engañar: se trata de una ficción autobiográfica del autor centrada en su vida como docente en diversos institutos estadounidenses. También recoge algunos recuerdos de su etapa como estudiante en Irlanda. No es un manual de pedagogía y tampoco es un libro de memorias fiable, como corresponde a una obra de ficción. Muchos episodios están claramente novelados para darles emoción o intriga, otros son demasiado anecdóticos como para poder generalizar. Pero el libro de McCourt sirve para sacar varias conclusiones: primera, que ningún tiempo pasado fue mejor, y segunda, que dedicarse a la enseñanza es un oficio complejo que no se resuelve con cuatro recetas. En mi caso, como he dicho al principio, me ayudó a descubrir que lo que pasaba en mis clases, en aquellas clases de un centro de difícil desempeño, no era algo que me ocurriese a mí solo. También me ayudó a situarme ética y profesionalmente ante una realidad que trascendía a lo educativo, una realidad complicada que abarcaba al contexto sociofamiliar del alumnado, una realidad que no se podía dejar de lado. Por eso, mientras releía algunos fragmentos esta semana, me he vuelto a encontrar con aquella sensación de ejercer uno de los trabajos más fascinantes y complicados, un trabajo que va mucho más allá de entrar en una clase y soltar el rollo de siempre. Por eso vale la pena seguir en esto, por todas esas pequeñas historias que hay detrás de cada clase, de cada alumno, de cada curso. Porque ser docente, ser un docente que se preocupa por su alumnado, te daría para escribir no una novela, sino una saga completa, la gran tragicomedia educativa.

Os dejo a continuación algunos fragmentos destacados. 

Las universidades puedes dar la clase leyendo sus apuntes viejos y manoseados. En los institutos públicos de secundaria jamás podrías hacerlo así. Los adolescentes estadounidenses son expertos en los trucos de los profesores y, si intentas embaucarlos, te paran los pies. (...) Hacer frente a docenas de adolescentes todos los días te hace poner los pies en la tierra. A las ocho de la mañana a ellos les da igual cómo te sientas. Piensas en el día que tienes por delante: cinco clases, hasta 175 adolescentes americanos, volubles, hambrientos, enamorados, angustiados, excitados, enérgicos, desafiantes. No hay escapatoria. Estan allí, y tú estás aquí, con tu dolor de cabeza, tu indigestión, con ecos de la discusión que has tenido con tu cónyuge, con tu amante, con tu casero, con tu hijo insoportable que quiere ser Elvis, que no agradece nada lo que haces por él. Anoche no pudiste dormir. (...) Si levantas la voz o les hablas en tono cortante, los pierdes. Así es como les tratan en general sus padres y los centros educativos, alzándoles la voz y en tono cortante. Si ellos contraatacan con la ley del silencio, estás acabado en el aula.

El Departamento de Lengua Inglesa se reunía en un aula todos los meses de junio para leer, evaluar, calificar el examen final del estado de Nueva York en lengua inglesa. Apenas la mitad de los estudiantes lo aprobaban. A la otra mitad había que ayudarlos. Intentábamos hinchar las notas de los suspendidos desde los cincuenta y tantos puntos sobre cien hasta los 65 que se exigían para aprobar.

Llevo 10 años ejerciendo la enseñanza tengo 38 años y si debiera valorarme a mí mismo diría: estás dando de ti lo que puedes. Hay profesores que enseñan y les importa un pedo de violinista lo que piensan de ellos sus alumnos. El temario es rey. Estos profesores son poderosos. Dominan sus aulas con una personalidad respaldada por la gran amenaza la del bolígrafo rojo que escribe en el boletín de notas el temido suspenso. Lo que dan a entender a sus alumnos es: “soy vuestro profesor, no vuestro orientador, ni vuestro confidente, ni vuestro padre. Enseño una asignatura: la tomáis o la dejáis”

Descubre qué es lo que te gusta y céntrate en ello. A eso se reduce todo. Reconozco que no siempre me gustó enseñar. Estaba perdido. En el aula estás solo, un hombre o mujer, ante cinco clases todos los días, cinco clases de adolescentes. Una unidad de energía contra 175 unidades de energía, contra 175 bombas de relojería. Y tienes que buscarte modos de salvar la vida. Puede que te aprecien, incluso que te quieran, pero son jóvenes y los jóvenes tienen el deber de expulsar del planeta a los viejos. Sé que estoy exagerando, pero es como cuando sube un boxeador al ring o como cuando sale un torero al ruedo. Pueden dejarte KO o darte una cornada, y allí acabará tu carrera profesional en la enseñanza. Pero si aguantas, aprendes los trucos. Es difícil, pero tienes que ponerte cómodo en el aula. Tienes que ser egoísta. Las líneas aéreas te dicen que, si falta oxígeno, lo primero que debes hacer es ponerte tu mascarilla, aunque tú instinto te mueva a salvar primero al niño.