25 abril 2019

Sesquidécada: abril 2004

Son muchos los casos de escritores a los que se les juzga más por los aspectos personales que por la calidad de su escritura. Hay incluso quien piensa que un escritor de baja catadura moral o humana no debería gozar del reconocimiento público en lo literario. En esta sesquidécada, traigo un libro de un autor que ha generado bastante rechazo como columnista y como protagonista de tertulias periodísticas. Se trata de Juan Manuel de Prada y de su novela Las máscaras del héroe.
Cuando en abril de 2004 leí esta obra, su autor ya había ganado el premio Planeta y el Nacional de narrativa entre otros, pero no había saltado aún a las televisiones como tertuliano. Me acerqué a Las máscaras del héroe con cierto recelo, por aquello de no fiarse de los premios literarios, pero me encontré con una obra muy interesante, que me impactó bastante, en especial por mi interés por la literatura del primer tercio del siglo XX. 
Los inicios de Juan Manuel de Prada como escritor lo vinculan al estilo de Gómez de la Serna (ver por ejemplo su provocador homenaje de Coños), al Novecentismo y las vanguardias literarias. La novela está ambientada en esa España de la bohemia literaria, con un personaje histórico, Pedro Luis de Gálvez, como hilo conductor. Es una novela larga y llena de retórica, pero muy bien construida en cuanto a la ambientación y el manejo de los personajes. Peca en ocasiones de provocadora, con cierto efectismo tabernario en la línea de ese contexto del lumpen madrileño de borrachos y sablistas. 
No he leído más novelas de Juan Manuel de Prada y me parece que su trayectoria en el periodismo lo ha limitado como escritor, ya que aquellos inicios prometían una carrera interesante. En su lugar, el periodista ha preferido cultivar una pose neotradicional también muy retórica y cargada de efectos, con la que se ha abierto un hueco en la prensa conservadora. Tal vez por eso resulta difícil volver a leer Las máscaras del héroe con una mirada despojada de prejuicios, como así demuestran algunas reseñas que he leído posteriormente. Por suerte, en algunos momentos, me vuelvo a encontrar con cierta lucidez en sus escritos. No todo está perdido.

14 abril 2019

Diez años en Twitter

Diez años en Twitter, casi nada. Es momento de pensar en lo que me ha aportado esta red social, en lo que fue y en lo que se ha convertido para mí. Seis meses después de crearme la cuenta, escribía esto en el blog:

El descubrimiento de Twitter hace aproximadamente seis meses me proporcionó una sala de profesores virtual. (...) En Twitter converso con personas a las que conocía del mundo de los blogs; comentamos noticias, compartimos recursos, contamos chistes, pinchamos música, decimos tonterías, nos indignamos con los políticos, etc. Y, del mismo modo que hay días en los que no hablas con nadie en una sala de profesores, hay periodos en los que permanezco escuchando sin hablar, o ni tan siquiera me asomo a la puerta de Twitter para no enredarme en conversaciones más o menos banales. Seguramente, Twitter ofrece posibilidades didácticas que saldrán a la luz cuando las aulas tengan acceso normalizado a las redes. Mientras tanto, Twitter es mi sala de profesores a medida.

¿Qué queda de aquello? En realidad, sigue siendo un claustro a medida, aunque con mi actual nivel de seguidores y seguidos me resulta inabarcable. También sirve para comentar y compartir noticias del ámbito educativo. Sin embargo, cada vez converso menos con mis compañeros de los blogs, algunos de los cuales han ido abandonando no solo los blogs sino también Twitter. Mantengo lo de decir tonterías, pero voy perdiendo esas conversaciones banales de tú a tú, a veces porque se llenan de ruido o de comentarios inesperados fuera de lugar. Pero lo que me mueve a la reflexión es este comentario: "hay periodos en los que permanezco escuchando sin hablar, o ni tan siquiera me asomo a la puerta de Twitter". He llegado a un punto en el que no desconecto, en el que vivo inmerso en la red. No es que esté continuamente leyendo y escribiendo, pero sí que hay una adicción al timeline, un enganche que me preocupa, ya que quita tiempo al ocio y a otro tipo de tareas. Decía hace poco Alberto Bustos que se había tomado un descanso de las redes, y me planteé hacer lo mismo, empezando por desinstalar las aplicaciones de Facebook y Twitter del móvil. Llevo una semana con ello, pero compruebo que hago trampas, porque comencé entrando en Twitter con el navegador del móvil y pronto he pasado a tener Twitter como pantalla de inicio, lo que me lleva de nuevo al punto de salida. ¿Y qué tiene de malo pasar tanto tiempo en Twitter? os preguntaréis algunos. Bueno, es cierto que esta red social aporta un flujo continuo de información de calidad sobre educación (y otros campos de interés), con opiniones y materiales muy interesantes para nuestro oficio. También es un lugar propicio para la protesta y para el activismo, aunque a menudo solo de boquilla. Sin embargo, se ha convertido también en un territorio hostil de enfrentamiento, con perfiles que se parecen demasiado a los matones de barrio o a los chulitos de instituto, con mucho grito y poca cabeza. He visto insultos, menosprecios, acoso, burlas... ejercidas por docentes, algo que me sobrecoge, porque creo que no se puede ser buen educador si no se es primero buena persona. Escribí hace unos años que las redes se habían llenado de malos humos, especialmente en un Twitter polarizado en dos bloques con los que no me sentía a gusto. No me gusta bloquear (apenas lo he hecho en dos o tres ocasiones), pero últimamente tengo que silenciar cuentas que solo destilan odio. No me gusta y por eso me planteo, como Alberto Bustos, un descanso en las redes. No sé si lo conseguiré y si acabaré escribiendo algo así como "21 días sin Twitter", al estilo de mi artículo "21 días en Twitter", que ahora miro casi como una reliquia de otros tiempos. Diez años en Twitter, uf.

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