31 octubre 2025

Sesquidécada: octubre 2010

Llegamos al último día del mes para recordar las lecturas de octubre de hace quince años y de mi lista de libros, casi todos novelas juveniles, solo he podido rescatar para esta sesquidécada el recuerdo de este libro de Jeffery Deaver, El hombre evanescente, una novela policíaca de intriga, protagonizada por el detective tetrapléjico Lincoln Rhyme. Es una novela con aires de thriller televisivo, con un asesino escurridizo y con bastantes golpes de efecto. Una novela para no complicarse la vida y mantenerse despierto cuando lees por la noche. Del mismo autor hay varias obras del mismo estilo, incluso del mismo protagonista. Muy recomendable para los amantes del género y para lectores que necesiten un respiro entre lecturas más enjundiosas.

29 octubre 2025

Aniversario del dolor

Hoy es un día difícil para ver la televisión, para asomarse a las redes, para leer la prensa... Hoy es un día en el que cuesta no llorar. Buena parte de mi vida ha transcurrido en Sedaví, donde estaba mi primer colegio, en Benetússer, donde estudié mi primer curso de Bachillerato, y en Alfafar, donde fue al colegio mi hija mayor y donde siguen viviendo mis padres y uno de mis hermanos. También ahí vive mi prima, y ahí vivía su hermano hasta que una ciénaga desatada lo sepultó en su cama arrebatándolo de los brazos de su mujer, que salvó la vida de milagro. Hoy, cuando se cumple un año de la DANA de Valencia, es un día difícil para escribir desde la serenidad y no desde la rabia.

Hoy es también un día difícil para olvidar. Olvidar que ya por la mañana estábamos viendo rescates de personas arrastradas por el agua. Olvidar que a mediodía y en la sobremesa ya había decenas de muertos y que una avalancha de barro bajaba desde las montañas hacia la Albufera. Olvidar que los máximos responsables de las emergencias estaban mareando la perdiz mientras esperaban las órdenes de un presidente que, un año después, todavía no sabemos dónde andaba ni qué hacía. Olvidar las imágenes y los testimonios de las víctimas y su desamparo.

Pero hoy sí que es un buen día para reflexionar acerca de los errores que se cometieron y de quiénes fueron responsables de ellos. Es buen día para desenmascarar a los que mintieron y sembraron odio y bulos mientras miles de personas sufrían por sus pérdidas. Y, sobre todo, es buen día para homenajear a los que dieron la cara y a los que tendieron su mano sin esperar nada a cambio. 

Hoy es ese día en el que hubiera preferido escribir de libros y no de muerte. Pero cada día que vuelvo a visitar las calles de mi infancia y juventud, cada vez que abrazo a mis padres, cada vez que hablo con mi prima, sé que tenía que dejar constancia de este dolor, de esta rabia, de esta impotencia. Y poner la televisión o asomarse a las redes para ver la hipocresía de los responsables de este horror solo acrecienta esta indignación.

06 octubre 2025

Mi primera escuela


Me cuentan que mi primera escuela fue una guardería (una “miga” la llamaban en mi pueblo) a la que asistí con apenas 3 años; de aquello no recuerdo nada. Mi memoria empieza en un colegio nacional en el que hice toda la EGB. Era el colegio del barrio, en un pueblo cercano a Valencia, un colegio pequeño que compartía territorio con otros dos colegios concertados a los que iban algunos de mis vecinos. En aquel momento no lo entendía, pero resultaba curioso, ya en los años 70, que las familias de clase media llevasen a sus hijos a colegios diferentes de los que íbamos los de clase más baja. En mi clase, casi todos éramos hijos de inmigrantes, hijos e hijas de esas familias que venían de Albacete, de Badajoz, de Jaén o de Córdoba, como era mi caso. Por eso nadie hablaba valenciano (luego supe que los otros niños del lugar tampoco podían hablar valenciano en sus colegios selectos, que eso solo era para casa). Mi primera escuela era la escuela de muchos niños humildes de aquella época, una escuela en la que aún se formaba en filas con la mano en el hombro y en la que se rezaba al empezar el día y al acabarlo. De la etapa de infantil solo albergo un vago recuerdo de mi maestra doña Remedios, que propuso que me adelantasen de curso para empezar la EGB con cinco años. Así pasé toda mi etapa primaria siendo el más pequeño de la clase, un niño esmirriado que era poco menos que la mascota del grupo. Tengo buenos recuerdos del patio de tierra y árboles, de mi abuela llevándome a la valla yogures para almorzar, de jugar a pillar o a la cadena o al “churro va”. En mi memoria, el colegio era amplio y espacioso, y entrar en él después, ya de adulto, supuso un impacto enorme al descubrir que era justo lo contrario, un edificio angosto y reducido. Mi primera escuela tenía maestras en los niveles más bajos (tanto que no guardo apenas recuerdo de ellas) y maestros a partir de 4º de EGB. Entre ellos los había estrictos, muy autoritarios al estilo del franquismo, incluso con capones y tirones de pelo en las patillas, otros a los que se les notaba ya derrotados, con signos de estar en un lugar en el que no les apetecía, y algún otro que todavía mantenía la vocación de educar. En cuanto a los compañeros, esos treinta y pico en clase de aquellos años, eran como dije al principio un revoltijo de chavales de familias humildes, con bastante absentismo a partir de los doce años y también con algunos repetidores, la mayoría de ellos con necesidades educativas muy acentuadas. De todos ellos, apenas un tercio siguieron con estudios de bachillerato o formación profesional; el resto entraba como aprendiz en las numerosas fábricas de muebles de la zona o en pequeños talleres familiares. En estos momentos en los que se habla tanto de disciplina en las aulas, recuerdo que también había “gamberros” en mi primera escuela: chavales a los que la escuela les daba la espalda y saltaban por la ventana para escaparse, chavales que fumaban (igual que el maestro que lo hacía en pipa en el aula), chavales que ya estaban trabajando sin que nadie se escandalizase. Mi primera escuela era mi mejor escuela, porque no había otra y porque, junto con la biblioteca municipal, era el único lugar en el que saciar mi curiosidad. Ojalá recuperar aquella escuela, no para volver a los capones y castigos, sino para satisfacer esa ansía de curiosidad que todos los niños tienen y que, a veces, no sabemos colmar.