17 abril 2012

Sesquidécada: abril 1997

Recuerdo que en el Colegio Nacional en el que estudié EGB éramos muchos en clase. También recuerdo que había amigos que repetían o que simplemente dejaban de venir antes de cumplir los 14. De aquella clase pocos pasamos al instituto o a la formación profesional. Don Arturo, que nos daba Lengua y Francés, trataba de que escribiésemos con buena letra y con pocas faltas. La literatura aparecía en las lecturas del libro: fragmentos de Alfanhuí, de Platero y yo, de Zalacaín, el aventurero, de Castilla... Claro que eso lo supe después, porque lo que había que aprender era una lista de nombres y de obras sin mucha relación con lo que se leía. A quienes nos gustaba leer, don Arturo nos recomendaba libros como el Viaje a la Alcarria o Aventuras de una peseta. Aún hoy lo recuerdo con cariño porque decía de mis redacciones que le recordaban a Azorín. Sin embargo, hay que reconocer que la mayoría de mis compañeros de clase salieron del cole sin eso que hoy llamamos 'educación literaria'.
En abril de 1997, quince años después de la EGB y otros quince antes de esta nota, mi educación literaria había mejorado, aunque quizá seguía siendo deficiente, no por su escasez sino por la desproporción entre el corpus literario y el corpus crítico. A aquellas alturas de mi carrera había leído casi tanta crítica como obras literarias. Esto me convertía en un lector demasiado avisado y lleno de prejuicios. Miraba hacia atrás y consideraba que no había entendido bien nada de lo que había leído y que necesitaría años para enderezar mi currículo lector. Me enfrentaba a la poesía con una visión de taxidermista, las novelas las cruzaba con bisturí. Por ello, sentí una llamada especial cuando leí las palabras de Enrique Anderson Imbert en el libro que ilustra esta sesquidécada de tintes nostálgicos:
La pedagogía se preocupa de cómo enseñar la literatura (arte de leer, arte de escribir) o de cómo integrar la literatura en la educación humanística. No critica la literatura, sino que, definiéndolos o aplicándolos, propone métodos para conservera, transmitir y acrecentar el acervo literario. Siguiendo un plano preparado de antemano, descompone la literatura para que los estudiantes vean sus elementos. Tarea mecánica, no creadora. Nos da preceptivas, autoridades, modelos, listas de las grandes obras, resúmenes del contenido de cada libro, diccionarios y enciclopedias de la literatura. Aun su uso de la crítica afirmativa de bellezas-en las antologías, digamos- es normativa. Compara dos fenómenos, aunque sean incomparables, para que los estudiantes, por semejanza o por contraste, reparen mejor en los rasgos de una obra que deben estudiar. No tiene escrúpulos en destrozar una obra porque su intención es taxonómica. En la enseñanza, aun las clasificaciones sin valor crítico cumplen una función práctica: clasificación de la figuras de “dicción”, de los metros y estrofas, de los géneros, etc. (*)
Era eso, exactamente eso, lo que había sufrido en mi experiencia de estudiante de literatura, incluso desde los tiempos de don Arturo. Tarea mecánica, listas de obras, clasificaciones... Y en la facultad de Filología la cosa no había mejorado: ni una sola clase de didáctica de la literatura, nada de clásicos universales, ausencia total de la literatura juvenil... crítica, solo crítica, al más alto nivel, escalpelo y cadaverina. ¿Puede un filólogo -y hablo sobre todo de la rama de literatura- dedicarse a su oficio sin amar la lectura? ¿Puede acabar la carrera incapacitado para disfrutar de un texto sin destriparlo? Pues ese era mi caso. Y no me gustaba, porque era consciente de que me estaba perdiendo lo mejor. Es más, una titulación como la Filología, cuya principal salida era la docencia, asombrosamente dejaba de lado uno de los aspectos didácticos más esenciales: la formación de lectores y el placer de la lectura. Pero, volvamos a Anderson Imbert:
Aun en manos de los profesores más precavidos de hoy el ejercicio pedagógico se resiente de su origen retórico, que fue confeccionar recetas para leer y escribir.(...) La enseñanza de la literatura plantea inquietantes problemas: ¿por qué enseñarla? ¿qué es lo que hay que enseñar? ¿cómo enseñarla? ¿a quiénes enseñarla? (…)
Treinta años después de las clases de don Arturo esas preguntas siguen abiertas. Bastantes colegas mantienen con devoción y buenas dosis de costumbre la tradición en la que fueron formados. Otros nos hemos planteado una y otra vez estas cuestiones sin hallar respuesta o tratando de compensar con animación lectora esa enseñanza basada en taxonomías. Pero como no hay mal que cien años dure, quizá los tiempos que se avecinan resuelvan de una vez por todas estas incógnitas. Con casi cuarenta alumnos en el aula recuperaré como mi querido don Arturo los usos antiguos del oficio y dictaré las vidas y obras de Garcilaso, Fray Luis de Granada o Calderón, procurando que queden fijadas en sus cuadernos sin faltas de ortografía. Trataré por todos los medios de que sepan el abecé antes de desertar de un sistema educativo asistencial. Eso sí, cuando algún pupilo me pida recomendaciones para leer, lo remitiré a nuestros sacrosantos clásicos y confiaré en que treinta años después me recuerde con cariño.

(*) La crítica literaria: sus métodos y problemas (Alianza, Madrid. 1984, p.33)

10 comentarios:

Joselu dijo...

Creo que durante un tiempo fui un aceptable profesor de literatura, y no entiendo que haya excesiva contradicción entre disfrutar de la obra y analizarla. Tal vez yo había leído en mi adolescencia mucho por mero placer, incluidas novelas de Marcial Lafuente Estefanía que me encantaban, leí a Álvaro de la Iglesia que me parecía genial, leí Lo que el viento se llevó, Los cipreses creen en Dios y multitud de obras sin pensar en su análisis crítico que vino después. Y ciertamente cuando lo descubrí, sin ser nunca un avezado comentarista, logré disfrutar de la poesía de Garcilaso, de Quevedo, de Fray Luis… El análisis textual, del estudio de los tópicos, los modelos, la retórica, el léxico, los símbolos me parecía fascinante. Recuerdo algún curso de literatura en COU en que nos dedicamos (pasándonos el programa de selectividad por allí) la obra Presagios de Pedro Salinas. Recuerdo cómo entrábamos en aquellos poemas para ver cómo funcionaban y trataba de transmitir ese momento mágico en que se descubre la intuición poética que ha dado lugar al poema. Entonces era el momento iluminativo. No obstante, siempre he tratado de unir vida y literatura. La literatura, según la concebía yo, debía formar parte de la vida. Y así leía yo, intentando descubrir claves para mi propia vida llena de incertidumbre. La crítica no me llegó a suponer un conflicto con mi modo vitalista bergsoniano de percibir el hecho literario en relación a la intuición poética y el tiempo.

No obstante, perdí el ritmo pedagógico y hoy me sé incapaz de enseñar literatura a mis nuevos alumnos. Lo evito por completo. Creo que he perdido algo en el camino, tal vez la capacidad de transmitir, de llevar algo a las mentes y corazones de ahora. Mis conflictos se quedaron literariamente en otro tiempo anterior a éste.

Por eso, volver a los métodos de tu antiguo profesor quizás sea mi única solución de encarar la enseñanza de la literatura. Don Arturo hacía lo que podía, y como decía Gabriel García Márquez en su maravilloso artículo La poesía enseñada a los niños, al menos no pretendía saber más de lo que decía. A nadie deformaría su gusto literario. Tal vez sean estos los tiempos que vienen, con sabor a los años sesenta. El placer de leer vendrá por caminos extraños, si es que vuelve a darse esa adicción a los textos escritos.

Saludos.

Lourdes Domenech dijo...

Yo aprendí con los "Senda", una colección de libros de lecturas fragmentadas de clásicos. No sabía quiénes eran los que firmaban estos retazos de historias que, no sabía por qué, me fascinaban. Intuía que algo había más allá de esas páginas mutiladas de obras mayores. Cuando pisé el frío suelo de la universidad, pude sentir el calor de la literatura de la mano de Martín de Riquer y otros. Disfruté, aunque el método con el que aprendí era historicista. Por supuesto, nadie se planteaba que los que llenábamos las aulas (la filología estaba de moda y éramos muchos) íbamos a ser docentes. Nada de pedagogía y mucha bibliografía.
Me cuesta admitirlo, pero el futuro que se avecina augura un retorno a la clase magistral y al orden histórico de los contenidos.

Unknown dijo...

De todo lo que enseñamos, la literatura siempre fue lo que más me gustó y, ahora, con ya algunos años de docencia a las espaldas, es lo que más me cuesta, quizá porque esas preguntas que planteas son verdaderamente inquietantes: no hay nada más desolador que preguntarse en mitad de una clase el sentido de eso que estamos haciendo. Espero que sea pasajero. A mi me gustaría ser como Don Javier -mi Don Arturo particular-, un maestro joven que en 8º de EGB se emocionaba en clase leyendo a Garcilaso de la Vega. Con él leímos La Celestina y medio Quijote; El Romancero Gitano, Campos de Castilla, Platero y yo... También leíamos novelas de aventuras, como "La isla del tesoro" o "Las minas del rey Salomón". Hoy me pregunto cómo haría este hombre para que leer todo eso pareciera tan natural. Aunque había muuuuuchas cosas que no entendíamos, su lectura, su palabra y su pasión eran contagiosas, al menos, lo fueron para mí. Con la que se nos viene encima -bueno, aquí en Madrid ya nos hemos entrenado un poco- me da pavor plantearme el sentido o el sesgo que tendrán mis clases. Un abrazo, lo más animoso posible.

mjchorda dijo...

Cierto,imprescindible una asignatura de didáctica en la fac de filología. Unos cuantos ya la demandábamos en aquellos años. En cuanto a la situación actual creo que va siendo hora de que dejemos de quejarnos y emprendamos medidas drásticas y conjuntas, no poner notas o huelga general, por poner un ejemplo. Aunque eso de medidas conjuntas en nuestro sector es casi una utopía.

PATXO dijo...

Azorín,
Eran otros tiempos. En las aulas era difícil imaginarse otras formas de dar las clases. Ni los padres, ni la sociedad, ni los profes más modernos las criticaban. Y siempre había algún profesor que te imantaba con un algún ejercicio de creación... La cuestión es que hoy en día hay muchos profes que no ven la necesidad de escribir y leer con un objetivo claro y que la posibilidad de hacerlo está ya al alacance de su mano... ¿De la universidad y las Oposiciones? Ahí está la clave: y hay que poner ceros a raudales al que no sepa dinamizar un texto.
Lu, tengo un ejemplar de "Senda" que enseño a mis visitas y TODOS,TODOS hacen un gesto de ternura y añoranza que no miente.

Toni Solano dijo...

Joselu: Tuve verdaderos problemas para gozar con la poesía porque no lograba librarme de la métrica y las figuras retóricas. Me costó muchísimo disfrutar del 27 porque rompía con mis prejuicios sobre el texto poético. Quizá con la novela no tuve tantos problemas porque había sido un gran lector desde pequeño. Tuve que deconstruirme como lector para empezar a disfrutar. En lo que se refiere a la enseñanza de la literatura, tu blog es un magnífico escaparate para describir estos tiempos inciertos. Tengo claro que en la ESO la prioridad es formar lectores, pero constato que el Bachillerato va convirtiéndose en una prolongación de la ESO en cuanto a la competencia literaria. No estamos haciendo bien nuestra labor y los planes lectores no llegarán a funcionar correctamente con todas estas amenazas externas.
Lu: Como tú, aún guardo libros de aquella época y pienso que no funcionarían en las aulas de hoy. Es una pena que la democratización de la educación se haya llevado por delante los contenidos de mayor nivel literario.
Carlota Bloom: En algunos casos, lo que funcionaba entonces era la pedagogía del miedo. No quiero decir que todos los maestros lo usasen como forma de enseñar, pero en la conciencia de los alumnos existía un mensaje claro: si molestas en clase te costará caro, y por partida doble, del maestro y de tus padres. Era impensable negociar los contenidos, así que callábamos y escuchábamos; a unos les iba bien y a otros mal, pero no había que rendir cuentas de ello. Jamás se hubiese planteado en aquella época una evaluación de diagnóstico y mucho menos una evaluación del profesorado. Y eso tampoco era bueno.
Mª José: La Filología en la facultad seguía planteada con los criterios de la erudición decimonónica o, como mucho, bajo la férula del estructuralismo. No creo que ninguno de los profesores universitarios que tuvimos hubiese tenido formación en didáctica y eso se notaba. En cuanto a la rebelión de los profes, no quiero ni pensar. Igual que en el Barroco, me da la impresión de que triunfa el 'neoestoicismo': sufre y abstente.
Patxo: Volvemos una y otra vez a las mismas cuestiones: formación universitaria apropiada, máster del profesorado centrado en la realidad del aula, oposiciones con criterios orientados a la práctica docente y no a la memorización de temas... Una utopía, sin duda. Gracias por dejarte ver por este saloncito que es tu casa.

Marcos Cadenato dijo...

Toni, efectivamente, una de las preocupaciones que como filólogos y, sobre todo, como profesores debemos tener es no provocar rechazo en nuestros alumnos. Quizá como se dijo en algún momento de la historia, "la inteligencia produce cadáveres" y tras tirar de bisturí dejamos un poema -cualquier texto- en los mismísimos huesos... Y, claro, nos dejamos en el quirófano los tendones, los músculos, las venas, las vísceras, la sangre... En fin, la vida... No sé...

Anónimo dijo...

QUÉ BONITA,PLÁSTICA Y VITAL IMAGEN LA TUYA, MARCOS CADENATO. SE NOTA QUE LLEVAS LA DOCENCIA EN LA "SANGRE". UN SALUDO DE UNA DOCENTE EN PARO.

Antoni de la Torre dijo...

A mí, cuando me contaban y hacían estudiar la historia de la Literatura que fuese durante el BUP o la carrera de Filo, me entraba complejo por no entrever, deducir o relacionar tanta información como quería el profesor. Y echábamos mano de la memoria para salir del paso en la profundización de los textos literarios. La lectura como disfrute, tertulia o indagación colectiva de tantas buenas obras era lo de menos. El único objetivo era superar el examen de datos y demostrar una atención enorme al texto sin saber por dónde vendrían los tiros en el examen. Como hoy, según compruebo en muchos casos. Sin embargo, algo ha cambiado a peor, diría yo. La semana pasada todos mis ex-alumnos que están en 1º de Bachiller, se han leído el Quijote por medio de un resumen de 24 páginas que está en internet y han superado una prueba de lectura. Hecha la ley (del poco sentido dado a una lectura), hecha la trampa. ¿Quién es más culpable? Un saludo, Toni.

doloretes dijo...

Tuve la inmensa suerte de tener magníficos profesores de Literatura y Lengua tanto en el Bachiller como en la Facultad de Magisterio, no sé cómo lo hicieron pero me abrieron un mundo inmenso que sigo recorriendo que es la lectura y la palabra. Pero la didáctica la he tenido que ir descubriendo yo solita o en compañía de otros inquietos como yo. Y siempre con la duda: no sé si voy dejando la semilla y mis alumnos sabrán expresarse correctamente y tendrán la lectura como fuente de placer y de información. No sé si acabaremos cuerdos porque la tristeza que nos está embargando ante el futuro inminente es más fuerte que la esperanza. Seguiremos en la brecha hasta que el cuerpo aguante, verdad Antonio?