
Confieso que la lectura de El desierto de los tártaros fue para mí un descubrimiento fundamental en mi competencia literaria. Si me pregunto a veces acerca del sentido del ser humano en esta vida, me acuerdo de la eterna espera de Giovanni Drogo en su fortaleza. De aquella lectura aún me conmueve la magistral presencia de la nada, de lo insustancial, como una pervivencia de esos mitos clásicos condenados a sufrimientos eternos, pero dentro de nuestra miserable mortalidad.
Está claro que El desierto de los tártaros no es una lectura recomendable en el aula, a menos que tengamos en el pupitre a la reencarnación de Sartre, por ejemplo. Pero, sin ir más lejos, el curso pasado recomendé, un poco escéptico, a un alumno de 1º de Bachiller, lector competente, la lectura de los relatos publicados por Alianza bajo el título de Los siete mensajeros y otros relatos (que yo mismo le presté, por si acaso). Me confesó que le había gustado mucho, y eso que solía mostrarse bastante crítico con casi todas mis recomendaciones. Así que ahí queda esa nueva vía por explorar, un poco a la altura de autores como Cortázar, Borges, Onetti, Benet, Monzó, y demás raritos del relato.
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