
Nuestra fotocopia había nacido casi en la noche de los tiempos del vientre de una ciclostil y su propietario la había leído por primera vez con apenas veinte años. Por desidia en la limpieza, la había conservado entre las hojas de un atlas de promoción de un diario dominical.
Años más tarde, habiendo ya trasegado una infinidad de botellines en congresos, jornadas y certámenes, aquel joven se convirtió en profesor universitario. Empezó, como todos, dando lecciones interesantes, motivadoras, poéticas incluso. Pero enseguida vino la decepción en forma de reclamaciones: alumnos que no entendían nada, que preguntaban incesantemente si había que leerse todos los libros que aparecían en la bibliografía, gentes que no sabían siquiera qué era importante y qué no. Aquel profesor pensó acabar con su vida y con su carrera (para lo que le hubiera bastado contradecir en público al catedrático), pero tuvo una inspiración repentina. Durante tres días, sacudió uno por uno todos los libros inútiles que le habían regalado con los periódicos hasta que encontró aquella fotocopia añeja. Tenía ya los bordes carcomidos y algunos acentos se habían volado. Pero podía servir.
Años más tarde, habiendo ya trasegado una infinidad de botellines en congresos, jornadas y certámenes, aquel joven se convirtió en profesor universitario. Empezó, como todos, dando lecciones interesantes, motivadoras, poéticas incluso. Pero enseguida vino la decepción en forma de reclamaciones: alumnos que no entendían nada, que preguntaban incesantemente si había que leerse todos los libros que aparecían en la bibliografía, gentes que no sabían siquiera qué era importante y qué no. Aquel profesor pensó acabar con su vida y con su carrera (para lo que le hubiera bastado contradecir en público al catedrático), pero tuvo una inspiración repentina. Durante tres días, sacudió uno por uno todos los libros inútiles que le habían regalado con los periódicos hasta que encontró aquella fotocopia añeja. Tenía ya los bordes carcomidos y algunos acentos se habían volado. Pero podía servir.
En las siguientes clases, se dedicó a dictar apuntes. Los jóvenes universitarios respondían bastante bien, aquiescentes, sumisos. En los exámenes ya no había casi reclamaciones: "¿Has puesto lo que dicté en los apuntes? Pues, eso..." Generación tras generación, la fotocopia fue materializándose en cientos de libretas, con letras apretadas, cursivas, de hormiga...

Pero el salto definitivo vendría con el bolígrafo digital, ese artefacto que, para delicia de los estudiantes universitarios, permite digitalizar aquello que se escribe como un simple apunte. Nuestra fotocopia pasa de los ojos del profesor a su boca, de allí al oído del estudiante, que lo transmite a impulsos de la mano y los dedos, un movimiento captado por un sensor inalámbrico que lo almacena en una memoria flash que, volcada en un ordenador, permite crear una imagen que, una vez escaneada, se convierte en un documento de texto que, voilà, se puede imprimir y fotocopiar a los compañeros de clase. En fin, el milagro de la vida.
Observaciones:
- Para tomar apuntes susceptibles de digitalización es preciso que el profesor dicte. Un profesor que dicta, ¿es un profesor?
- ¿No sería más sencillo grabar la clase en un podcast y escucharlo en mp3?
- ¿No sería más sencillo que todos los estudiantes tuviesen (por medios menos complejos) ese mágico documento digital que se está dictando?
- Si los estudiantes universitarios parecen tan entusiasmados con el invento del bolígrafo digital, ¿para qué nos estamos dejando el pellejo con lo del constructivismo, etc.?
- ¿Se podría proponer este invento del boli digital para los premios Leonardo Dantés?
Crédito de la imagen: Der Zweit Weltkrieg