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26 abril 2020

Sesquidécada: abril 2005

Tenía ganas de llegar a este mes de recuerdos lectores, que me permite reseñar en esta sesquidécada tres lecturas muy diferentes en sus géneros y en sus épocas.
La primera es El Buscón de Quevedo, una novela que apenas necesita explicaciones. No sé si esta sería mi tercera o cuarta relectura del clásico, una obra a la que vuelvo de vez en cuando solo por degustar la ironía, el ingenio y la amargura inconfundible de Quevedo. Estoy convencido de que Quevedo sería hoy un tuitero de los más ácidos e ingeniosos, creador incansable de memes y virales, aunque me parece que lo sería del lado oscuro: homófobo, clasista y misógino. Cabe también la posibilidad de que ocupase algún cargo político del establishment y se hubiese moderado: lo que ganaríamos en humanidad lo perderíamos en ingenio, sin duda. A pesar de todo ello, releer el Buscón supone recuperar alguna carcajada y descubrir que en algunas cosas hemos cambiado muy poco desde el Siglo de Oro.

Muy relacionada con la lectura, la literatura, el pensamiento y el mundo de los libros, conviene leer un ensayo de Fernando Báez: Historia universal de la destrucción de los libros: de las tablillas sumerias a la guerra de Irak. Como su nombre indica, es una obra que traza un recorrido por diversas purgas y desastres intencionados que buscaban la aniquilación del libre pensamiento y la imposición de una visión dogmática y ortodoxa del mundo. Resulta curioso comprobar que los nuevos bárbaros no necesitan quemar libros: les basta con sembrar la desinformación para anular el pensamiento crítico. Como se destaca en la cita de Heine de su portada: "Allí donde queman libros, acaban quemando hombres". 

Finalmente, recomiendo una novela ligera de Denis Guedj, La medida del mundo, en la que se adaptan literariamente las peripecias de Pierre Méchain, el astrónomo francés que contribuyó decisivamente a la definición del meridiano. Es una historia apasionante, llena de retos y dificultades, muchos de ellos acaecidos en la costa mediterránea española, por donde transcurre el Meridiano de Greenwich. Aquí en Castellón se encuentra la casa en la que falleció Méchain; en el Parque Ribalta hay un monumento que le sirve de homenaje, un monumento que nos recuerda que detrás de las grandes empresas suele hallarse la persistente paciencia y coraje de pequeñas personas.


18 abril 2017

Sesquidécada: abril 2002

En la anterior sesquidécada apuntaba una vez más a la cuestión del fomento de la lectura y la literatura en el aula de Secundaria. Casi al final de mi nota mencionaba la polarización entre Jordi Sierra i Fabra y los clásicos de Cátedra, extremos de una escala graduada de competencia lectora. Creo que ese apunte hecho a la ligera merece un poco de reflexión, así que he aprovechado esta sesquidécada de abril para rescatar, curiosamente, las lecturas de El Buscón de Quevedo y una novela juvenil de Jordi Sierra i Fabra que siempre triunfa en la ESO: 97 formas de decir 'te quiero'.

Poca defensa necesita Francisco de Quevedo Villegas en un blog de profesores y trasfondo literario, en el que ya ha aparecido reseñado en otras ocasiones y donde ha protagonizado incluso relatos de terror. Si el ingenio verbal pudiese medirse objetivamente, Quevedo encabezaría todas las listas; eso sí, probablemente también encabezaría las que midiesen el sarcasmo. De todas sus obras en prosa, la más digerible hoy día es el Buscón, una novela corta al estilo picaresco, llena de humor inteligente y mucha mala uva. Quevedo, si fuese tuitero, estaría actualmente en la cárcel o en una tertulia televisiva, según quienes fuesen el objeto de sus dardos. Requiere el Buscón para su deleite lector una buena preparación filológica y un cierto dominio del contexto histórico, ya que, si no es así, el lector se arriesga a enfrentarse a un rimero de chistes sin gracia. Por contra, el lector avisado podrá leer una y otra vez ese relato encontrando nuevas agudezas e ingenios. En mi caso, aquella lectura de 2002 era ya la tercera; en bachiller lo había leído sin apenas captar su grandeza; en la carrera, con el fondo teórico del Barroco, pude sacarle buen jugo; y en esta tercera ocasión, para compararlo con El capitán Alatriste de Pérez-Reverte (con chanzas prácticamente calcadas del original), pude volver a disfrutarlo como corresponde.

En el otro extremo, tenemos a quien he llamado el rey Midas de la literatura juvenil, Jordi Sierra i Fabra, y su novela juvenil 97 formas de decir 'te quiero'. Toda la opacidad de Quevedo desaparece y deja lugar al estilo sencillo de una trama que busca enganchar a un lector joven, con un misterio salpicado de amor, con unos protagonistas que se perciben cercanos. Llegué a esta novela precisamente por la recomendación de mis alumnos de ESO, que me animaron a leerla y a mandarla "como obligatoria". Así lo hice, tanto leerla como mandarla como obligatoria, aunque siempre he procurado que sea a través de propuestas con guía de lectura y posterior debate, no con controles escritos. Debo decir que en 2º de ESO siempre gusta, y eso que ya tiene unos cuantos años.

He mencionado que Sierra i Fabra se encuentra al otro extremo de Quevedo y, cuando hablo del otro extremo, no hablo de calidades, sino de público. Mientras el primero trata de ganarse a ese público juvenil, esquivo ante la lectura, criado en la era multimedia, el autor barroco buscaba justamente lo contrario, asegurarse el favor del público minoritario, de aquellos que podían desentrañar las oscuras metáforas, los saltos al vacío de sus figuras retóricas. En esos extremos nos movemos los profes, confundidos a veces por la idea de que la literatura dirigida a un público amplio es mala literatura, lectura de baja calidad. He oído y leído defensas apasionadas de los clásicos en el aula a personas que no han vuelto a acercarse a ellos desde que abandonaron sus carreras, personas que leen sus best sellers y critican los de otros. También es cierto que muchos de los que defienden a ultranza los clásicos en la ESO parten de sus experiencias personales, olvidando que a ellos ya les gustaba la lectura cuando se encontraron con la literatura en mayúsculas. Imaginad que los profes de matemáticas, en lugar de comenzar por las operaciones sencillas, lanzasen a sus alumnos a disertar sobre la belleza del teorema de Fermat o sobre los conjuntos infinitos de Cantor. Todo requiere su preparación, su camino de aprendizaje, y los clásicos necesitan mucho acompañamiento y mucha pasión por defenderlos con tareas de acercamiento y recreación y no con censuras ni soflamas.
Por otro lado, la polarización entre clásicos o literatura juvenil no tendría sentido si la literatura (y el fomento de la lectura en general) tuviese el lugar que le corresponde en los currículos. Prácticamente extinguida en el Bachillerato y mal planteada en la ESO, resulta difícil establecer planes que promuevan la competencia lectora desde la literatura juvenil hasta los clásicos como un continuo, una escala graduada que permita ofrecer literatura de calidad para todos los públicos, para todos los intereses, desterrando de paso la idea de que todos los adultos ilustrados degustan los clásicos con el mismo fervor con que los defienden públicamente.

23 octubre 2013

Sesquidécada: octubre 1998

Igual que hay gente que debería caerte bien y te cae mal (y así nos va), ocurre a veces lo contrario: no podemos evitar la simpatía por alguien que merecería nuestro desdén. Es lo que me pasa con uno de los autores que más estimo: se trata de Quevedo, protagonista exclusivo de esta sesquidécada,. No sé cuándo leí por primera vez un poema suyo, difícil remontarse tan lejos. El Buscón ha ocupado ya alguna sesquidécada también. Ahora Quevedo vuelve a esta serie porque en el lejano octubre de 1998 andaba yo leyendo un ensayo de Maxime Chevalier, Quevedo y su tiempo: la agudeza verbal. En verdad, si alguien debe encabezar el paradigma del ingenio verbal, ese es don Francisco de Quevedo y Villegas. Mi admiración por él está por tanto justificada, al menos en cuanto a mi condición de filólogo. Pocos han alcanzado la maestría de Quevedo en el arte de la dilogía, de la metáfora, de la ironía, de la paradoja, de la antítesis, de la hipérbole... Pero también pocos han sido tan cáusticos en el uso de la burla, el sarcasmo, la misoginia o la xenofobia. Del látigo quevediano pocos coetáneos se libraron, en especial los más débiles. Si bien es cierto que era tradición asentada incluso entre intelectuales atacar a conversos o a mujeres, eso no disculpa la especial animadversión de Quevedo hacia esos colectivos. Soy consciente de que no debemos juzgar a personajes de otras épocas bajo los patrones de la nuestra, pero leer a Quevedo hace que te hierva la sangre en más de una ocasión por la ferocidad de sus ataques. Sin embargo, como avanzaba al principio, no consigo que me caiga mal del todo, en parte por ese arte suyo con la palabra y en parte también porque esa mala baba la repartía a diestro y siniestro, como si no fuese más que una vía de escape a su propia frustración. No es sencillo acercarse a la escritura de Quevedo sin tener buenas armas en competencia lectora. Hay maravillosos poemas que admiten una lectura 'fácil' (el más conocido el que habla del amor más allá de la muerte), pero sus acólitos realmente disfrutamos con esos textos que se repliegan sobre sí mismos en una espiral de significados, formando isotopías difíciles de desentrañar, como jeroglíficos hechos con palabras que nunca acaban de cerrar su sentido último. Disfrutamos con esos textos y también con su verso punzante y con su prosa gamberra, como la del Buscón.
Creo que la historia de la literatura tiene pocos personajes tan incisivos como Quevedo. Tal vez Larra habría fraguado un carácter y un estilo similar si hubiese tenido tiempo para ello. En el siglo XX, a pesar del auge del periodismo, en el que podría destacar esa agudeza verbal quevediana, no hallo herederos a su altura; se le aproximan en alguna de sus columnas Francisco Umbral o Juan José Millás, y paremos de contar.
Quevedo es querido y odiado a partes iguales, aunque la crítica literaria siempre lo salvará. Como homenaje también, os dejo este relato, que surgió a partir de una petición especial de mi amiga Mercedes Ruiz para el proyecto 'O Apostolo'. El relato tiene demasiados tintes autobiográficos como para ser tomado a broma, así que cuidado...



P.D: Si no se creen la amistad entre Quevedo y Góngora, miren a ver quién aparece en el icono de la pestaña del navegador en este enlace a las poesías de Quevedo.

23 junio 2011

Sesquidécada: junio 1996

En junio de 1996, casi acabado 4º curso de Filología, con muchas alegrías por los descubrimientos literarios y también con bastantes decepciones por el mundillo universitario (aunque debo reconocer que, en el balance general, mayoritariamente tuve buenos profesores), dos periodos me tenían preso: La novela contemporánea y el tránsito del Renacimiento al Barroco. La primera mención de esta sesquidécada va para nuestra triste y gris posguerra. En el año 94, con motivo del XV aniversario de la muerte de Ignacio Aldecoa, Carmen Martín Gaite recogió algunos de sus recuerdos en un libro llamado Esperando el porvenir (podéis escuchar también una conferencia con el mismo título en la Fundación March). Esta obra, a mitad de camino entre el ensayo y las memorias, traza un recorrido personal por esa generación del "medio siglo", con recuerdos de figuras como Rafael Sánchez Ferlosio, la actriz Mayra O'Wisiedo, Alfonso Sastre, Manolo Mampaso, Jesús Fernández Santos, Josefina Aldecoa, Carlos Edmundo de Ory, Agustín García Calvo y, por supuesto, el imprescindible Ignacio Aldecoa, quizá uno de los mejores autores de cuentos de este periodo.
Guardo muy buen recuerdo de esta obra (que fue regalo de algunos amigos de la facultad), que proporcionó una dosis de intrahistoria necesaria para entender la literatura y la vida de la cultura bajo el franquismo.

La otra obra salvada en esta sesquidécada es El Buscón, de Quevedo, ya en la segunda lectura de una larga serie que todavía no ha concluido. Porque si algo define esta joya del humor, la sátira, el ingenio y la mala sombra, es que cumple con casi todos los puntos que recogía Italo Calvino como razones para leer un clásico. Comprobadlo y me lo decís.
Feliz cierre de curso.

13 febrero 2009

Sesquidécada: febrero 1994

Sigo con la serie de sesquidécadas que comencé el mes pasado, es decir, una selección de las lecturas de hace exactamente quince años. Este ejercicio lúdico-bloguero me lleva a curiosas reflexiones:
  • Soy un lector caótico: en pocos días tengo apuntadas las lecturas del Génesis y Éxodo (La Biblia), La guerra de Jugurta, de Salustio y La cantante calva de Ionesco, por poner un ejemplo correspondiente a aquel mes lejano.
  • He leído notables bodrios de los que apenas recuerdo nada (sobre todo, manuales y monográficos de filología)
  • Los clásicos literarios han empezado a gustarme cuando tenía consolidada la competencia lectora, por lo que he tenido que revisitar algunas de mis lecturas del instituto.
  • Algunas obras que me marcaron prefiero no volver a leerlas, por si acaso.
Dicho lo cual, ahí va mi selección para este mes:

El buscón, de don Francisco de Quevedo. Pertenece a ese grupo de obras que tuve que volver a leer para valorar en su justa medida. Sólo un lector avis(p)ado es capaz de sacar lo mejor -y lo peor- de Quevedo en esta obra. Es un prodigio de agudeza, de humor, de sarcasmo, de ingenio. Muchos le critican la superficialidad como novela, pero olvidan lo difícil que resulta trazar un recorrido tan doloroso y a la vez tan divertido por la España del Barroco. A lo largo de los siglos, muchos plumillas han intentado parecerse a Quevedo, pero sólo han podido imitar su amargura o su mala baba: las filigranas lingüísticas de aquél son ya algo irrepetible.

Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. Hay obras que uno nunca recomendaría a sus amigos, a menos que sean filólogos. Ésta es una de ellas, y también una de las que decía antes que no me atrevo a releer. Recuerdo haber leído con placer la prosa virtuosa de Cabrera Infante, la manera en que convertía la página en una especie de lienzo sobre el que trazaba pinceladas de palabras. Creo que fue uno de mis primeros escarceos en los aspectos lúdicos de la literatura (el bustrofedon, por ejemplo). Busco ahora entre sus páginas aquellos juegos que tanto me entretuvieron, pero me invade la sensación de déja vu, y lo dejo.

El Golem, de Gustav Meyrink. Hay en mi estantería un pequeño Golem de arcilla que custodia la peonza de los premios Espiral Edublogs (cuya edición 2009 ha comenzado ya y de la que hablaré más adelante). Había leído algunas cosas sobre la Cábala y el Golem en una revista de los años ochenta que se llamaba Cacumen. También me sonaba la imagen de la película del mismo nombre de Wegener. Así que leí la obra de Meyrink casi como si fuese un rito iniciático. Es una novela extraña, llena de sueños y delirios, pero que ofrece al lector el ambiente difuso y enigmático de la ciudad de Praga. El Golem esconde también una historia de palabras que no puede pasar desapercibida a quienes vivimos de la lengua: El rabino Loew escribe la palabra "emet" -verdad, en hebreo- para dotar de vida al ser de barro y, cuando se descontrola, borra la primer letra para dejar "met" -muerte-. Esos detalles, unidos al curioso formato con los cantos de las hojas negros de la edición que tengo, ha conseguido que sea uno de los libros rescatados del desván de los años.

Addenda: Ante la dificultad de ejercer de buen bloguero, doy las gracias a quienes se han acordado de mis escritos en distintos lugares:
Dejo en manos de cualquiera de mis visitantes habituales la continuación de esos premios que merecen por dedicar un poquito de su tiempo a estas páginas.