- Soy un lector caótico: en pocos días tengo apuntadas las lecturas del Génesis y Éxodo (La Biblia), La guerra de Jugurta, de Salustio y La cantante calva de Ionesco, por poner un ejemplo correspondiente a aquel mes lejano.
- He leído notables bodrios de los que apenas recuerdo nada (sobre todo, manuales y monográficos de filología)
- Los clásicos literarios han empezado a gustarme cuando tenía consolidada la competencia lectora, por lo que he tenido que revisitar algunas de mis lecturas del instituto.
- Algunas obras que me marcaron prefiero no volver a leerlas, por si acaso.
El buscón, de don Francisco de Quevedo. Pertenece a ese grupo de obras que tuve que volver a leer para valorar en su justa medida. Sólo un lector avis(p)ado es capaz de sacar lo mejor -y lo peor- de Quevedo en esta obra. Es un prodigio de agudeza, de humor, de sarcasmo, de ingenio. Muchos le critican la superficialidad como novela, pero olvidan lo difícil que resulta trazar un recorrido tan doloroso y a la vez tan divertido por la España del Barroco. A lo largo de los siglos, muchos plumillas han intentado parecerse a Quevedo, pero sólo han podido imitar su amargura o su mala baba: las filigranas lingüísticas de aquél son ya algo irrepetible.
Tres tristes tigres, de Guillermo Cabrera Infante. Hay obras que uno nunca recomendaría a sus amigos, a menos que sean filólogos. Ésta es una de ellas, y también una de las que decía antes que no me atrevo a releer. Recuerdo haber leído con placer la prosa virtuosa de Cabrera Infante, la manera en que convertía la página en una especie de lienzo sobre el que trazaba pinceladas de palabras. Creo que fue uno de mis primeros escarceos en los aspectos lúdicos de la literatura (el bustrofedon, por ejemplo). Busco ahora entre sus páginas aquellos juegos que tanto me entretuvieron, pero me invade la sensación de déja vu, y lo dejo.
El Golem, de Gustav Meyrink. Hay en mi estantería un pequeño Golem de arcilla que custodia la peonza de los premios Espiral Edublogs (cuya edición 2009 ha comenzado ya y de la que hablaré más adelante). Había leído algunas cosas sobre la Cábala y el Golem en una revista de los años ochenta que se llamaba Cacumen. También me sonaba la imagen de la película del mismo nombre de Wegener. Así que leí la obra de Meyrink casi como si fuese un rito iniciático. Es una novela extraña, llena de sueños y delirios, pero que ofrece al lector el ambiente difuso y enigmático de la ciudad de Praga. El Golem esconde también una historia de palabras que no puede pasar desapercibida a quienes vivimos de la lengua: El rabino Loew escribe la palabra "emet" -verdad, en hebreo- para dotar de vida al ser de barro y, cuando se descontrola, borra la primer letra para dejar "met" -muerte-. Esos detalles, unidos al curioso formato con los cantos de las hojas negros de la edición que tengo, ha conseguido que sea uno de los libros rescatados del desván de los años.
Addenda: Ante la dificultad de ejercer de buen bloguero, doy las gracias a quienes se han acordado de mis escritos en distintos lugares:
Dejo en manos de cualquiera de mis visitantes habituales la continuación de esos premios que merecen por dedicar un poquito de su tiempo a estas páginas.