Aquel
   instituto tenía un proyecto educativo con un enfoque muy
   democrático, respetuoso con la multiculturalidad, laico,
   plurilingüe y todos esos valores que nos hacen tolerantes con los
   demás. 
    
La
   mayor parte de los miembros de la comunidad educativa se
   consideraban representados por esos valores del siglo XXI que los
   alejaban de épocas pasadas en las que predominaba la segregación,
   el machismo, la discriminación o la desigualdad. 
Sin
   embargo, a aquel proyecto educativo le faltaba algo, le faltaban
   recursos para garantizar todos esos valores que los sustentaban.
   Por ejemplo, había estudiantes que, por diversos motivos, no
   cumplían con las normas de convivencia. Había estudiantes que no
   tenían recursos materiales para desempeñar su labor en
   condiciones. Había quienes, incluso, renegaban de esos principios
   compartidos por la mayoría y se dedicaban a poner trabas en la
   vida del centro. 
En
   aquel instituto, cuando las cosas empezaron a torcerse, hubo voces
   que se alzaron para protestar y en los claustros era frecuente oír
   este tipo de discusiones: 
-Tenemos
   un proyecto compartido y unas normas. Hay que cumplirlas. 
-Eso,
   hay que hacer algo con quienes no aceptan la convivencia. 
-Pero
   no tenemos recursos para atender a los que incumplen las normas… 
-Pues,
   entonces, habrá que echarlos. 
-Eso,
   echarlos es la única solución. 
-Pero
   nuestro proyecto habla de respeto, de educación, de diversidad…
   Tal vez deberíamos hacer un esfuerzo por integrar a través de la
   educación. 
    
-Es
   cierto, algunos estudiantes no encajan porque no tienen apoyo
   familiar o porque no tienen recursos en sus casas para valorar
   debidamente lo que les ofrece este instituto. 
-De
   eso nada, si no son capaces de integrarse, que se marchen a otro
   centro o a su casa. 
  
Y así pasaban
   el tiempo debatiendo, mientras en las aulas, en los pasillos, la
   convivencia era cada vez más compleja. Curiosamente, nadie había
   pensado que los problemas de convivencia se resuelven garantizando
   recursos para la convivencia, no con castigos ni con debates
   educativos. Pero al final, los que viven inmersos en el conflicto
   acaban pensando que solo se solucionan los problemas haciendo
   desaparecer al que piensa diferente, al que vive de manera
   diferente, al que tiene un color, orientación sexual o religión
   diferente. Y en silencio o a gritos, a pesar de sentirse
   orgullosos de su proyecto democrático y multicultural, se suman
   al creciente coro: “echarlos es la única solución”. 
    
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Aquel
   país tenía una constitución con un enfoque muy democrático,
   respetuoso con la multiculturalidad, laico, plurilingüe y todos
   esos valores que nos hacen tolerantes con los demás. 
    
La
   mayor parte de los ciudadanos se consideraban representados por
   esos valores del siglo XXI que los alejaban de épocas pasadas en
   las que predominaba la segregación, el machismo, la
   discriminación o la desigualdad. 
Sin
   embargo, a aquella constitución le faltaba algo, le faltaban
   recursos para garantizar todos esos valores que la sustentaban.
   Por ejemplo, había ciudadanos que, por diversos motivos, no
   cumplían con las normas de convivencia. Había trabajadores que no
   tenían recursos materiales para desempeñar su labor en
   condiciones. Había quienes, incluso, renegaban de esos principios
   compartidos por la mayoría y se dedicaban a poner trabas en la
   vida del país. 
En
   aquel país, cuando las cosas empezaron a torcerse, hubo voces que
   se alzaron para protestar y en los debates parlamentarios era
   frecuente oír este tipo de discusiones: 
-Tenemos
   un proyecto compartido y unas normas. Hay que cumplirlas. 
-Eso,
   hay que hacer algo con quienes no aceptan la convivencia. 
-Pero
   no tenemos recursos para atender a los que incumplen las normas… 
-Pues,
   entonces, habrá que echarlos. 
-Eso,
   echarlos es la única solución. 
-Pero
   nuestra constitución habla de respeto, de educación, de
   diversidad… Tal vez deberíamos hacer un esfuerzo por integrar a
   través de la educación. 
    
-Es
   cierto, algunos ciudadanos no encajan porque no tienen apoyo
   social o porque no tienen recursos en sus ciudades para valorar
   debidamente lo que les ofrece este país. 
-De
   eso nada, si no son capaces de integrarse, que se marchen a otro
   sitio o a su país. 
  
Y
   así pasaban el tiempo debatiendo, mientras en los centros de
   trabajo, en las calles, la convivencia era cada vez más compleja.
   Curiosamente, nadie había pensado que los problemas de
   convivencia se resuelven garantizando recursos para la
   convivencia, no con castigos ni con debates parlamentarios. Pero
   al final, los que viven inmersos en el conflicto acaban pensando
   que solo se solucionan los problemas haciendo desaparecer al que
   piensa diferente, al que vive de manera diferente, al que tiene un
   color, orientación sexual o religión diferente. Y en silencio o
   a gritos, a pesar de sentirse orgullosos de su proyecto
   democrático y multicultural, se suman al creciente coro:
   “echarlos es la única solución”. 
    
  
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