
Llevan varios días (o semanas) publicando cartas de lectores en el diario
El País, todos ellos enfadados con la aparición de
Belén Esteban en la portada de uno de sus semanales, lo que ha llegado hoy hasta la
Defensora del lector. Esos lectores consideran que se trata del triunfo de la chabacanería en la televisión y muestran su indignación ante el hecho de que esa podredumbre llegue a la prensa 'seria'. No voy a defender a la
princesa del pueblo (así llamada por quienes se hacen de oro a su costa y la nuestra), aunque en esta nota con la que inauguro el año traeré una analogía que quizá relativice tanto denuesto.
Avisaba en una
sesquidécada anterior que mis intereses lectores quince años atrás trillaban con minuciosidad la historia del teatro del Siglo de Oro. Uno de los manuales que leía al comenzar 1996 era
Lo villano en el teatro del Siglo de Oro, de Noël Salomon, un trabajo pormenorizado sobre la aparición de personajes rústicos en la comedia áurea. Es difícil resumir todas las conclusiones que se desprenden de dicha obra, aunque resaltaré una idea que se relaciona con el fenómeno de la telebasura. En el Madrid de los siglos XVI y XVII, frente al despoblamiento del campo y la progresiva aparición de mendigos y otros molestos advenedizos, los habitantes de una aldea que acababa de convertirse en capital del Imperio necesitaban afirmarse en su identidad castiza a través del retorno a la tierra (no es casual que coincida con la beatificación de
san Isidro Labrador) y de la exaltación de lo humilde; de manera paralela, dignificar el personaje del labriego con honra (en
Fuenteovejuna,
El alcalde de Zalamea y tantas otras comedias) constituye para otros una salvaguarda del noble de cuna y del terrateniente, pues aplaca las ansias de rebelión contra el estado de las cosas. En ese sentido, la aparición de personajes de pueblo en la comedia se opone, por su integración y ejemplaridad, a la novela picaresca, mucho más transgresora y crítica.
Intento trasladarme a aquel siglo e imagino que un escenario poblado de rústicos, sayagueses, pastores bobos, villanos con ínfulas de nobleza, con un público enfervorecido aplaudiendo sus gracias y sus demostraciones de honor, debía molestar a quienes consideraban el teatro un género sublime, a quienes veían en lo literario una fuga o una denuncia de la realidad, a todos esos lectores exquisitos de Góngora, Gracián o Quevedo que, de haber existido, habrían llenado la sección de cartas al director de los diarios de la época.
Cinco siglos más tarde, también en una sociedad en crisis llena de mendigos y advenedizos, las masas siguen aplaudiendo al rústico en forma de Belén Esteban, quizá porque ello les recuerda la materia humildemente humana con la que estamos hechos; aplauden sus gracias porque, como dice
Bergson, “la risa debe tener siempre una significación social”, y la Esteban representa esa clase media postfranquista de la que parece que todavía no hayamos salido. Del mismo modo, los empresarios de los medios siguen promoviendo este espectáculo sabiendo que, al darle dignidad a quienes están
de facto desposeídos de ella, se aseguran consumidores fieles que no van a exigir calidad; y a quienes no les guste, a esas minorías que leen a Quevedo, se les deja claro que no deben enchufar la tele, que para eso ya tienen los libros.