Algunos de vosotros ya sabéis la facilidad que tengo para ilusionarme con proyectos y actividades en los que se pueda aprender algo. Podéis imaginar, pues, lo que supuso de revelación la carrera de Filología, tan vasta, tan llena de vericuetos y erudiciones, tan diversa y estimulante (eso sí, siempre alejada de la enseñanza docente y sus secretos, como si uno siempre fuese a ser el eterno estudiante...). Digo lo anterior sin ironía (excepto el paréntesis, claro), ya que viví todos los comienzos de curso con la ilusión de un niño con zapatos nuevos.
Revisando las lecturas de septiembre de 1996, me descubro también como alguien previsor que, antes de que comiencen las clases ya se había tragado monumentales monografías sobre el Romanticismo, el Realismo y Naturalismo, que iban a ser asunto prioritario en aquel curso. Así aparecen manuales de Joan Oleza (La novela del XIX: del parto a la crisis de una ideología), de Arcadio López Casanova (La poesía romántica), así como antologías diversas del costumbrismo o la crítica literaria del momento.
Todos aquellos discursos teóricos se los llevó la marea del tiempo y son joyas arqueoliterarias que uno puede consultar en la red con ciertas limitaciones. A mi parecer, la Universidad está aún más lejos de la realidad que los institutos, y mantiene un celo injustificado sobre sus publicaciones, rara vez disponibles para el público general o para los estudiosos que vivimos al margen de las Facultades. Salvo contadas excepciones -que las hay-, apenas he encontrado profesores universitarios de mi especialidad en la red de quienes aprender y con quienes compartir. Por otro lado, las revistas filológicas siguen siendo para suscriptores, sus estudios son tan opacos y eruditos que no tienen ya sentido con los avances técnicos actuales y, si no cambian las cosas, la imagen del filólogo está condenada a parecerse más a los monjes medievales que a los investigadores del CERN, por ejemplo.
Pero, como estas sesquidécadas son para hablar de literatura y libros, no me quedo con las ganas de comentar dos lecturas que han dejado poso. La primera son las Cartas a Galdós, de Emilia Pardo Bazán, en una edición de Carmen Bravo Villasante de la editorial Turner. Hace poco comentábamos -mis amigas y colegas Conxa, Mª José y yo- la extraña sensación de descubrir las intimidades de dos figuras admirables que, en sus intercambios epistolares, se mueven entre lo más cursi y lo más intelectual: "Pánfilo de mi corazón: rabio también por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos tan dulcemente de literatura y de Academia y de tonterías. ¡Pero antes te morderé un carrillito" (me reservo otros fragmentos impropios del horario infantil...). Desde luego, al pobre Pérez Galdós, a quien doña Emilia llama "ratonciño", sólo le faltaba que Valle lo llamase don Benito el garbancero...
La otra lectura es una novelita corta de Pedro Antonio de Alarcón, El clavo. Cumple todos los requisitos del culebrón romántico y criminal, y podría convertirse en capítulo de una teleserie actual del género (Bones, por ejemplo). No es nada del otro mundo, pero resulta muy representativa de su época y tiene el gusto por el detalle que cualquier filólogo -incluso los de aula- sabe valorar. Y se puede encontrar en la red, algo que se agradece, porque la clave del futuro es difundir y no esconder.