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19 marzo 2020

Sesquidécada: marzo 2005

La literatura en tiempos del coronavirus. Leer para sobrellevar la vida. Desde el Decamerón hasta Onetti, desde Cervantes a Wilde, ahí están conviviendo la literatura y el encierro, físico o interior, qué más da. Con los tiempos de las redes sociales había perdido la práctica de leer durante horas. No es que haya vuelto a aquella disciplina de hace décadas, pero sí que estoy recobrando un modo pausado de leer que me permite abordar libros más allá de la novela negra o la juvenil, con sus ritmos más acelerados. Quizá por eso, en esta sesquidécada voy a recuperar a Luis Mateo Díez, un clásico de este blog, cuya novela Fantasmas del invierno leí hace quince años.
No sé si los jóvenes, entregados a la vorágine de la multitarea y las recompensas inmediatas, llegarán algún día a conectar con autores que para mí fueron un gozoso descubrimiento. Luis Mateo Díez es un narrador espléndido, un autor que cultiva una prosa deliciosa, más cercana que la de Delibes, más evocadora que la de, por ejemplo, Muñoz Molina. Es un novelista de lo cotidiano que, además, tiene un fino sentido del humor. En Fantasmas del invierno nos traslada a la posguerra de Ordial, su ciudad mítica. No creo que sea su mejor novela, aunque en ella se pueden encontrar todos los elementos de su particular estilo. Sí que es una novela de la desolación, un relato que tal vez nos haga conectar en la distancia de los años con sentimientos actuales. En cualquier caso, recuperar una vez más a Luis Mateo Díez es mi obligación como filólogo y como aficionado a la literatura de calidad. Ojalá estos autores no acaben también confinados en los temarios de literatura de libros de texto o manuales universitarios. Sería una gran pérdida cultural. Confiando en que vosotros, buenos lectores, mantenéis viva la pasión incondicional por la lectura, os deseo un feliz confinamiento literario. 

14 marzo 2020

Hasta nunca, Peter Pan: melodías en el espejo

Hay novelas generacionales que se convierten en un espejo en el que mirarnos, un espejo que nos devuelve nuestros goces, pero a veces también nuestras miserias, como a Dorian Gray. Son esas novelas en las que unos muchachos se bañan en el Jarama hasta que ocurre una desgracia, novelas en las que chavales puestos hasta las orejas de coca se balancean en un puente de la M30, relatos con sabor a Nocilla… No sé si la última novela de Nando López acabará también convertida en una obra generacional, en ese tótem ante el cual los críticos literarios ofrendarán sus glorias a los nuevos narradores de este siglo tan complejo. Si llegase a ocurrir, habríamos certificado esa opinión que sitúa a las jóvenes promesas más cerca de los cuarenta años que de los veinte. Habríamos certificado que hace falta salir de casa para vivir y para escribir, y que eso está ocurriendo a unas edades tardías. A Nando López no parece preocuparle esto, tiene vida más que de sobra para regalarnos novelas que no nos acabaríamos ni en el confinamiento más severo. Porque Nando es un contador de vidas propias y ajenas, un narrador que entrelaza sus vivencias con las mil y una historias que se cruzan con la suya. Nando es una persona que escucha más que habla, lo que le permite atesorar anécdotas y relatos, pero, especialmente, esa escucha atenta le permite construir unos diálogos verosímiles, sinceros, vivos. Si Nando López retrocediese a la Edad Media sería uno de esos juglares que todo señor querría tener a nómina en su castillo. Por suerte para sus contemporáneos, desde muy pronto tuvo claro que su oficio era escribir historias; para mayor satisfacción, ha sido docente y fanático del teatro, sin contar su curiosidad insaciable por todo lo que pasa en la vida real y en las redes sociales, lo que acaba por convertirlo en una especie de hombre total del Renacimiento.

Hasta nunca, Peter Pan sí que es para mí una novela generacional, a pesar de que soy ligeramente mayor que sus protagonistas. Hay mucho en ella que no se corresponde con lo que he vivido, pero me reconozco en muchos diálogos, en muchas reflexiones, en ese escenario actual tan complejo de entender. He visto de cerca las dudas de sus personajes, la angustia de tomar decisiones que tienen toda la pinta de ser equivocadas desde el principio, el dolor de las injusticias, el falso consuelo de una nostalgia más social que sentimental. Esta novela nos lanza a la encrucijada de un tiempo en el que las expectativas se convirtieron en condenas, un tiempo en el que el mayor miedo es la exposición impúdica del fracaso como síntoma de nuestras malas decisiones. Esos personajes se convierten así en títeres de una tragedia moderna en la que los dioses son la generación anterior, la que depositó en ellos sueños que no podían cumplir, como en una versión actual de la caja de Pandora. Una especie de maldición que se perpetúa además en la generación siguiente, víctima de los errores y horrores propios y de los heredados, una maldición que los convierte en versiones de Peter Pan atrapados en el tiempo.

Pero, a pesar de los magníficos diálogos y de la potencia de sus personajes, nada de esto sería reseñable si Nando López no hubiese montado la trama sobre un artificio, entre barroco y vanguardista, que hace encajar narradores interpuestos en diversos niveles, obligando al lector a mover las piezas de un cubo de Rubik dramático para entender quién se esconde tras cada una de las máscaras. Máscaras que son las que ocultan los deseos y los miedos de cada personaje y que acaban siendo también las del lector. El narrador principal es más que el Cide Hamete Benengeli del Quijote, más que el narrador del juego de muñecas rusas del Manuscrito encontrado en Zaragoza, más que Unamuno en su nivola… es un demiurgo que opera a la vez como narrador, como director de escena, como guionista, como técnico de sonido o DJ, como dramaturgo, como cineasta... como Nando López. No es sencillo mover tantos hilos a la vez sin que se enreden los títeres, pero lo ha conseguido con gran destreza, hilvanando una lectura ágil de la que es difícil escapar. Nando López nos ha vuelto a regalar una novela grandiosa que sonará en nuestro recuerdo lector como sonaba el Dúo Dinámico en el recuerdo de nuestros padres. Una novela que a nosotros mismos, amigos de Peter, nos hará soñar con regresar un buen día a unos años en los que nos mirábamos en ese espejo que nos devolvía la música de Los Planetas, sin rastro alguno de Dorian Gray.

Hasta nunca, Peter Pan, Nando López (Espasa)

01 marzo 2020

Sequidécada: febrero 2005

A pesar de tener un día más de lo normal, este febrero se me ha pasado veloz y me ha dejado sin tiempo de redactar la sesquidécada preceptiva, que ha tenido que poner los pies en marzo casi a hurtadillas. En ese borde del precipicio del tiempo rescato a un autor que llega también por azares del destino justo para irse y dejarnos huérfanos: Juan Eduardo Zúñiga. Estaba releyendo algunos fragmentos de Capital de la gloria, la novela que leí aquel febrero de 2005, cuando me enteré de su fallecimiento hace pocos días. Con él se marcha otro de aquellos autores que fueron testigos del horror de la guerra española, con él se van sus recuerdos pero quedan sus novelas para no olvidar, novelas para recordarnos lo que no se tendría que repetir jamás.
Capital de la gloria es una recopilación de relatos ambientados en Madrid en los últimos momentos de la guerra. Relatos de la intrahistoria bélica y de la vida cotidiana, si es que puede haber cotidianidad en tiempos de destrucción. Lecturas que nos recuerdan a Sender, a Chaves Nogales, a Barea y, muy especialmente en mi caso, a Max Aub. A menudo oigo y leo comentarios en tono de burla acerca de la literatura ambientada en la guerra civil, como si fuese redundante, pertinaz, agotadoramente nostálgica. No hay nada más esclarecedor de cara al futuro que leer los errores del pasado y descubrir la ceguera de sus contemporáneos. Pero también es verdad que, a quienes no se cansaron de avisar, siempre los trataron de agoreros y acabaron silenciados, sin voz o sin vida.