31 enero 2016

El miedo


Fíjense en esa foto. En apariencia, no hay nada extraño: profes y alumnos juegan un partido de fútbol y se inmortalizan al acabar. Sin embargo, en sus camisetas se lee: IES Bovalar, quan? Es una foto del año 2007 y en aquel entonces llevaban seis años esperando que construyeran su instituto; aún habrían de pasar tres años más hasta que estrenasen el nuevo centro. Pero lo más extraño de esa foto no es que ellos (y toda su comunidad educativa) reclamasen un instituto, con pancartas o por correo electrónico. En esa foto, si se fijan, hay menos profes que alumnos. Algunos de los docentes no quisieron mostrar su cara porque tenían miedo. Puede que estuviesen en comisión de servicio, esperando un traslado o quién sabe, pero tenían miedo. Era el mismo miedo por el que muchos se escondían también de una manifestación o de una huelga.

En aquella época ocupábamos un antiguo cuartel. Eran unas instalaciones enormes, con muchos bloques desocupados. Sin embargo, nuestro instituto tenía cuatro barracones en medio del patio. Era del todo injustificable que habiendo tanto espacio libre tuviésemos que convivir hacinados en infectos locales, con goteras y ratas vagando por debajo de nuestros pies. Ahora nos estamos enterando de que los barracones eran un mal necesario para que alguien se enriqueciera.

Viendo las fotos tantos años después, parece mentira que toda una promoción de alumnos pasase la ESO y el Bachiller sin conocer un instituto en condiciones y que todos lo viviésemos con cierta normalidad. Fueron jóvenes que, por ejemplo, nunca tuvieron cantina, ni salón de actos, ni... Me decía hace poco uno de aquellos alumnos que sentía una especie de síndrome de Estocolmo, que recordaba aquella decrepitud con nostalgia, pues entre tanto abandono habían pasado los mejores años de su vida. Es curioso comprobar que algunos docentes pensaban lo mismo.

El miedo hizo callar a muchos, nos hizo sumisos. Incluso agradecidos. Al entregarnos el nuevo instituto, en el año 2010, la alegría nos desbordaba y nos cegaba hasta el punto de que nadie se preguntase por qué un centro -del que decían que había costado 9 millones de euros- no tenía proyectores, pantallas, ni ordenadores en las aulas, y ni siquiera preinstalación para ello. También era un pequeño contratiempo que las 700 taquillas estuviesen dotadas de un cierre que se podía abrir girando el bombín. O que el suelo de las pistas llevase pintura de interior y con cada lluvia se convirtiese en una pista de patinaje... Cosas que pasan.

El miedo hace que nos acostumbremos a todo. Protestar te señala y te pone en el punto de mira. Ya nos decían que los profes adoctrinábamos, cuando solo hablábamos de lo que no se estaba haciendo bien, como el tiempo y los datos se han empeñado en demostrar. También es verdad que no había nadie para escucharnos. Por ejemplo, durante los últimos 9 años, a los consejos escolares, el representante del Ayuntamiento solo ha venido dos veces, pese a ser su obligación. Si no recuerdo mal, lleva seis años sin aparecer. 

El miedo nos hace peores profesionales, porque nos obliga a aceptar con normalidad lo que debería ser excepcional. Tolerar año tras año un fracaso del que no me atrevo a dar datos (otra vez el miedo, ya ven), es algo indigno para muchos de nosotros, en especial cuando sabemos que ha habido fondos destinados a luchar contra ello. Es posible que dentro de diez o doce años se descubra que el fracaso escolar también formaba parte del negocio de unos pocos.

Y de nuevo el miedo como eje del silencio más o menos cómplice. Levantar la voz y decir que el emperador está desnudo solo lo pueden hacer los niños y los locos. A las personas normales no se les ocurre, porque siempre pueden perder algo, sobre todo si la cadena de favores se convierte también en un instrumento de vigilancia y control. Algunos piensan que asustar a un funcionario no es fácil, pero se equivocan. Todos cometemos pequeños errores por los que nos pueden amonestar. En esos casos, el miedo hace que no olvides el lugar que ocupas. 

Ahora que la administración educativa quiere recuperar la ilusión, tal vez sea el momento de pensar en los que siguen bajo los efectos del miedo. La política puede cambiar, pero también han de hacerlo las personas, en especial las que nos llevaron a esto. Fíjense otra vez en esa foto y piensen en cuántos a su alrededor se han escondido alguna vez a la hora de retratarse. A veces no es la corrupción de los de arriba, sino el miedo de los de abajo lo que ha permitido que lleguemos hasta aquí. 

24 enero 2016

Sesquidécada: enero 2001

Empezamos las sesquidécadas del año 2001, aquellas lecturas de hace quince años, con unas recomendaciones viajeras, tanto por los espacios reales como los de la ficción. Los lectores del blog ya conocen mi afición por la literatura de viajes, especialmente la de viajeros de otras épocas, aquellos que ofrecen una visión que permite comparar en qué hemos cambiado y en qué no. 

El primer libro que reseño es el Viaje a los Estados Unidos de Louis L. Simonin, un ingeniero de minas francés, tan aficionado a viajar como a escribir sobre sus andanzas. Esta obra es una recopilación de sus observaciones sobre los Estados Unidos alrededor de 1870. Al margen de las numerosas reflexiones sobre aspectos de la técnica, especialmente del ferrocarril, algunas de sus anotaciones son muy curiosas para el lector de nuestro siglo. Aquí parece vislumbrar el comercio global y el TTIP:
Llegará el día, sin duda, en el que tubos subterráneos recorrerán el globo y donde por un golpe de pistón, por medio de una máquina neumática, se enviarán estas provisiones de un extremo al otro del universo. Será el día en que cada país producirá solamente lo que puede producir y habremos terminado de una vez por todas con los hortelanos parisinos.
Por supuesto, también describe la situación de las clases más desfavorecidas, como los inmigrantes irlandeses o los indios:
Es en este despacho de trabajo donde se consiguen la mayor parte de las sirvientes, tan difíciles de encontrar en América. Son sobre todo irlandesas quienes se ocupan de estas funciones domésticas que ningún americano consentiría en realizar.
Quiero aprovechar la oportunidad de traer la obra de Simonin para mencionar otra lectura que acabo de terminar y con la que está muy relacionada. Se trata de La América de una planta, otra crónica de un viaje por Estados Unidos, en esta ocasión de dos periodistas rusos en el año 1935. Es un libro ameno y delicioso, con el aliciente añadido del choque entre el punto de vista de estos dos comunistas con el mundo que acababa de pasar por el crack de 1929 y que empezaba un nuevo despertar capitalista. Aunque hay muchos fragmentos interesantes (incluyendo el paso por los Estados del Sur y la situación de los negros), os dejo en la imagen una breve cita de las reflexiones de un director sobre el cine de Hollywood:

Por último, esta sesquidécada, como decía al principio, incluye también un viaje a los paisajes de la ficción. Se trata de una novela de Luis Mateo Díez, La ruina del cielo, otra de sus obras ambientadas en Celama. Si hemos de buscar un equivalente a Juan Rulfo, sería éste nuestro autor, un escritor que cuida el lenguaje hasta el extremo y que es capaz de crear un universo lleno de evocaciones, sueños y vidas que nunca sabemos si se extinguieron o no. En tiempos revueltos, recuperar las novelas de Luis Mateo Díez puede ser bastante terapéutico.

13 enero 2016

Hoy me he encontrado con la Celestina…


Estaba en un centro comercial y la he visto pasar. No me he asustado al verla y ni siquiera me he sorprendido demasiado; por el contrario, me ha alegrado encontrarla después de casi seis años. No, no me refiero a la verdadera alcahueta de Rojas, que lleva siglos muerta y enterrada, sino a una antigua alumna que hizo el papel de Celestina en un memorable proyecto de aula que dio como resultado una adaptación cinematográfica del clásico que se acerca a las 80.000 visitas. He contado en muchas jornadas y cursos que aquella Celestina de mis alumnos de bachiller en 2010 supuso mi epifanía audiovisual, una auténtica caída del caballo metodológico que me impulsó a virar hacia proyectos multimedia y a la progresiva introducción de la narrativa digital en el aula, antes incluso de que el storytelling educativo se convirtiera en trending topic. En aquella ocasión, los alumnos se organizaron y repartieron papeles según sus habilidades (desde el guionista o la operadora de cámara hasta el encargado de vestuario), se buscaron patrocinadores, resolvieron problemas complejos, movilizaron a familias e instituciones hasta difundir públicamente su trabajo. Dejar que los estudiantes experimenten y romper con las comodidades del rol docente de toda la vida nos lleva casi irremediablemente a esto, a hacer cosas que ni siquiera sabíamos que existían, como el ABP, el storytelling o tantas otras novedades que solo lo son en la medida en que se popularizan en las redes. 
Pero vuelvo a nuestra Celestina, una alumna que ya ha terminado su carrera, que incluso está empezando a trabajar y a cobrar por ello, cosa verdaderamente extraña hoy día entre los jóvenes. Creo que sigue teniendo contacto con Pármeno y Sempronio, con Calisto y Melibea, aunque sus respectivas trayectorias académicas y profesionales hayan ido separándolos con el tiempo. Por lo poco que hemos podido hablar, me parece que ninguno de ellos guarda mal recuerdo de aquella aventura y tampoco creo que les haya perjudicado mucho no haber dedicado más tiempo a la sintaxis o la historia de la literatura. A veces, nos preocupamos demasiado por lo que podemos transmitir a nuestros alumnos, por los saberes que perpetuamos en ellos o por las carencias que no sabemos suplir. Sin embargo, al despedirme de Celestina esta mañana, de lo que me he dado cuenta es de lo mucho que ellos me aportaron en aquel curso, del imborrable recuerdo que dejan y, sobre todo, de la trascendencia que supuso su empeño colectivo para mi manera de abordar las clases y para modificar la visión de lo que realmente importa en la educación: el esfuerzo por mejorar y la ilusión por aprender. Ellos lo consiguieron y yo también.



10 enero 2016

La cómoda: metáforas de la escuela (II)


La cómoda de la abuela siempre nos ha acompañado en casa. Crecimos jugando entre sus patas y guardando tesoros en sus cajones. La cómoda forma parte de nuestra historia familiar y a nadie se le ocurriría deshacerse de ella. Sin embargo, con el paso de los años, la cómoda se ha ido convirtiendo en un trasto que ocupa mucho sitio, un mueble poco útil cuyos cajones se atascan demasiado a menudo. Además, cada vez que se mueve para limpiar el polvo detrás, todo cruje y se astilla.
Hace poco, mi hermano el informático trató de acercarla al enchufe, pensando que podíamos cambiar las fotos antiguas por un marco de fotos digital; lo único que consiguió fue romperle una pata. Otro día, mi cuñado el diputado, la arrastró él solito hasta el cuarto de baño, pensando que sería útil para guardar toallas y cremas, y le rompió otra pata. Como sigan así, acabarán por destrozarla.
La única manera de mover la cómoda de la abuela es ponernos de acuerdo toda la familia y empujar con cuidado de un lado y de otro, pasito a pasito, centímetro a centímetro, ganando terreno muy poco a poco y sabiendo muy bien hacia dónde vamos.
A la cómoda de la abuela, como indica su nombre, no le gusta que le den mucho meneo, pero tampoco le agrada la idea de que la arrumben en el trastero. Nuestra cómoda, con tantos achaques como orgullo, mantiene su vocación de ser útil, para guardar la herencia familiar pero también como testigo de juegos y almacén de tesoros.



Crédito de la imagen: Mercado libre

01 enero 2016

Selección de lecturas de 2015


A principios del año pasado compartí un reto de lecturas que estaba circulando por las redes, y hoy mismo me lo ha recordado mi amigo Ángel Bescós, que ha publicado su lista particular de títulos. Como soy extremadamente caótico con mis lecturas, he abandonado cualquier intento de ajustarme a la lista propuesta y ofrezco una particular selección de lecturas de ese extinto 2015. No están todas, ni siquiera las mejores; de hecho, seguro que dentro de un mes haría una selección distinta, pero es lo que tiene leer: como ocurre con los buenos licores, los libros van filtrando su espíritu poco a poco. A ver cuáles llegan al alambique en el 2016...
  • Ciencia-ficción: Fundación de Isaac Asimov
  • Novela negra: Lennox, de Craig Russell
  • Humor: Buenos presagios, de Neil Gaiman y Terry Pratchet
  • Terror: Los sin nombre, de Ramsey Campbell
  • Clásicos extranjeros: Trampa 22, de Joseph Heller
  • Clásicos hispánicos: Pantaleón y las visitadoras, de Mario Vargas Llosa
  • Microrrelatos: Por favor sea breve (1 y 2) Antologías de microrrelatos, Varios autores
  • Ensayo: La utilidad de lo inútil, de Nuccio Ordine
  • Historia: Diario de la guerra de España, de Mijail Koltsov
  • Educación: Neuroeducación, de Francisco Mora Teruel
  • Juvenil: El libro de los relatos perdidos de Bambert, de Reinhardt Jung
  • Autor revelación: Pierre Lemaitre (Vestido de novia...)
  • Me recomendaron y me gustó: Matemos al tío, de Rohan O'Grady (gracias a Dolores Ojeda)
  • Recomendación envenenada (solo para hiperlectores): La broma infinita, de David Foster Wallace
Y para compensar la abundancia de hombres, dos novelas de mujer también con nombre de mujer:
  • Antonia, de Nieves Concostrina
  • Eva Luna, de Isabel Allende

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