30 mayo 2014

La práctica hace al maestro... o no


El lunes pasado este blog cumplió ocho años. En todo este tiempo de vida bloguera apenas he hablado de un asunto que ocupa buena parte de mi oficio: la formación del profesorado. Es ésta una faceta en la que me inicié de manera activa en 2007 y en la que todavía sigo interviniendo con bastante asiduidad. Reconozco que empecé a impartir cursos de formación porque no me gustaban los que recibía; no se me entienda mal: no sugiero que mis cursos sean mejores que los de los demás, sino simplemente que como alumno me aburría y como profe no puedo hacerlo por el empeño que pongo en ello. Es algo así como lo que dicen las parejas rotas, "no ha sido culpa tuya, sino mía".
La formación del profesorado es un tema del que no resulta fácil hablar sin tapujos. Me parece que este oficio nuestro es de los pocos en los que los grandes profesionales se atreven a jactarse de que no necesitan formación, alegando que "la práctica hace al maestro". Si lo pensáis bien, nada impide que un pésimo licenciado esté toda su vida dando clase sin tener ni remota idea de lo que hace. Al menos mientras mantenga un alto índice de aprobados. La formación en nuestro colectivo está entendida tradicionalmente como "asistencia o participación en cursos", nunca vinculada a su aprovechamiento, asimilación o relación con la práctica de aula. De hecho, parece que hay una desconexión total entre "formación" y "práctica docente", como si ambas esferas fuesen universos paralelos que nunca se han de tocar. Podríamos hablar incluso de la "burbuja formativa", esa oferta de los últimos años en la que había cursos de todo y para todos, cursos que ofrecían propuestas, enfoques o métodos cuyo contacto con la realidad del aula era pura ficción. Todos hemos sido cómplices, sí, de esa burbuja que solo servía para conseguir créditos y afianzar sexenios: una formación por encima de nuestras posibilidades.
No sé cuál es el camino correcto para abordar la formación docente. He hablado con muchos asesores que se muestran preocupados porque ya no saben cómo promover cursos: incluso ofertando en el propio centro, los docentes se resisten a participar. Por ello, la administración, aplicando aquello de "a grandes problemas, grandes soluciones", ha apostado por la formación on line, probablemente tan efectiva, pero más barata. La clave de todo ello es que tal vez, como ocurre con la política, hayamos llegado al punto de no tomarnos en serio algo que deberíamos considerar fundamental. Digo fundamental porque sé bien que la formación es muy necesaria, no solo para la mejora y la innovación, sino también para la calidad docente.
Para ilustrar estas afirmaciones, voy a poner un ejemplo personal reciente. Quienes me conocen saben que llevo más de cuatro años colaborando en el diseño e implementación de proyectos educativos en el aula. Para hacerlo con mediano éxito, he tenido que formarme y autoformarme: sobre todo lo he hecho leyendo blogs, artículos didácticos, aprendiendo de compañeros, etc. La parte práctica la tenía consolidada, sin duda, y podría haberme quedado ahí, señor de mi rutina, pontífice de mi saber hacer. Sin embargo, cuando a finales del año pasado tuve la ocasión de ejercer de tutor de un curso de "Aprendizaje Basado en Proyectos" para el INTEF, pude comprobar que me faltaban bases teóricas y que desde la atalaya de la tutoría de otros docentes estaba aprendiendo también sobre mis propios errores. De nuevo podría haberme quedado ahí, pues ya tenía la teoría y la práctica; pero me faltaba el tercer lado del triángulo formativo: la visión del aprendiz. Después de tantos años, no había sido juzgado ni evaluado, lo que ponía de manifiesto esa carencia en mi metodología. Así que, en el último MOOC sobre ABP, en el que he participado como "alumno raso" he podido ver lo complicado que resulta a veces cumplir con los deberes, completar tareas, colaborar con colegas, tomar decisiones... y, en especial, lo duro que resulta ser evaluado. 
El punto de la evaluación es el último que quería tratar. Los docentes nos formamos poco y mal. Al menos en la formación estándar, esa que da créditos, porque otra cosa son los eventos educativos y la autoformación. Nos formamos mal porque no nos creemos que otros sepan más o enseñen mejor, porque no nos interesa tanta teoría, porque, mientras el profe explica, buscamos ofertas de viaje o hacemos dibujitos hipnóticos en la libreta, porque firmamos y nos vamos... pero, sobre todo, porque aceptamos de mala gana que nos evalúen. Si dicen que el médico es el peor enfermo, el docente es sin duda el peor alumno. Tanto en el curso del INTEF como en el MOOC que acabo de mencionar han sido muy frecuentes las quejas por evaluaciones injustas, bien por la falta de feedback o comentarios que aclarasen los puntos negativos o bien porque evaluadores y/o evaluados no habían siquiera leído las rúbricas. Yo mismo he tratado de colar algunas tareas un poco flojas y he sido descubierto por colegas que me lo han hecho notar; aún así, en otras ocasiones, he recibido calificaciones bajas sin ninguna aclaración, lo que me ha hecho pensar: "¿Son tan rigurosos esos profes consigo mismos como lo son con los demás?" Reconozco que ese tema ha sido para mí una auténtica "caída del caballo" que me ha hecho reflexionar sobre mi propio modo de evaluar (incluso lo hice explícito en mi blog del MOOC). ¿Qué garantías tenemos de que evaluamos bien a nuestros alumnos? ¿Recibimos u ofrecemos comentarios acerca del acto de evaluar? ¿Qué nos hace pensar que estamos trabajando bien? ¿Quién le dice al profe que lo hace mal? ¿Quién le pone el cascabel al gato?
Cómo veis, había empezado a hablar de formación y acabo haciéndolo de evaluación. No puedo ofrecer respuestas acerca del mejor modo de formar a los docentes, porque en ello hay factores que escapan a mi control (cuánto dinero dedicar, quién debe diseñar la formación de un centro, quiénes están en condiciones de evaluar a un docente....). No obstante, creo que debemos tomar conciencia de que sin formación real, sin someternos periódicamente a una evaluación de nuestras capacidades docentes, es muy probable que estemos viviendo en una burbuja de satisfacción profesional que poco tiene que ver con la realidad. Tal vez sea cierto que la práctica hace al maestro, pero no sabemos si lo hace bueno, regular o malo.



24 mayo 2014

Sesquidécada: mayo 1999

En mayo de 1999 leí mi primera novela premio Planeta, una novela que protagoniza esta sesquidécada. En aquellos años de ilusión filológica aún creía que existían premios literarios buenos y malos. Con el tiempo he ido descubriendo que hay obras buenas y obras malas, y que los premios suelen ser accidentes que ocurren en el seno de una cultura y sociedad determinadas. El premio Planeta no escapa de las veleidades de este tiempo tan dado al chamarileo y el agradecimiento de favores, como bien contaba el otro día mi apreciado Rafael Ballesteros en su más que recomendable blog DesEquiLIBROS. Por todo eso, no es de extrañar mi prevención filológica contra la máquina planetaria de vender libros, una prevención que me mantenía lejos de los premiados por la familia Lara.

Sin embargo, aquella primavera de 1999 vencí mis temores y me puse a leer El jinete polaco, de Antonio Muñoz Molina. Era inevitable que lo hiciese, pues ya había leído otras novelas del autor y estaba más que satisfecho con su estilo y su universo narrativo, del que ya he hablado en otras ocasiones. De hecho, la lectura de El jinete polaco venía a complementar otra de sus novelas más apreciadas: Beatus ille. Sé que el estilo de Muñoz Molina es tan particular que puede resultar poco atractivo a los lectores que buscan acción o tramas sorprendentes; por eso mismo me extrañó que le concediesen el premio Planeta en su día, ya que era una novela que se enredaba en los vericuetos de la memoria histórica y, además, lo hacía con una narración compleja, en ocasiones muy técnica, demasiado literaria para el lector estándar.
Han pasado los años y sigo recordando no ya la trama, sino las sensaciones que me produjo aquella lectura. Supongo que eso es lo que consigue la buena literatura, independientemente de que le den uno u otro premio. Después de aquella ocasión, me he acercado a tres o cuatro novelas Planeta, pero ya no se ha vuelto a producir el milagro (me hubiese conformado con poder terminar algunas de ellas).  

No quisiera cerrar este recuerdo lector sin mencionar que el próximo lunes este blog cumple 8 años. Re(paso) de lengua nació un 26 de mayo de 2006 con intención de "compartir experiencias y vivencias relacionadas con la docencia de la lengua y literatura en particular, y con el oficio de enseñar en general", y también de la "necesidad de replantear los términos en que se mueve la docencia en estos días inciertos". Con más de 570 notas escritas en estos años, no sé si algo de ello he cumplido, pero sigo dialogando conmigo mismo y con otros buenos amigos que aún se asoman por aquí. Gracias.

12 mayo 2014

Reír por no llorar


No es fácil escribir literatura cómica que parezca seria o viceversa. Creo que ocurre como con el cine, donde a menudo se pasa el límite que separa la comedia divertida del chiste burdo. En otra nota del blog comenté mis impresiones sobre la literatura de humor y recomendé algunas de las lecturas que me hicieron reír en su momento. Como de aquello hace ya un tiempo y, además, el mundo nos brinda hoy más ocasiones de llorar que de reír, aprovecho este mes de mayo para apuntar algunos autores y obras que podría sumar al repertorio de literatura cómica.
Hay un humor sutil que deriva del absurdo cotidiano, de la propia torpeza de nuestra humanidad, de la ampliación del detalle más ridículo de nuestra existencia. Saben captarlo muy bien autores como Jorge Ibargüengoitia -Estas ruinas que ves, La ley de Herodes-, Junot Díaz -La maravillosa vida breve de Óscar Wao, Así es como la pierdes-, Arto Paäsilinna -Delicioso suicidio en grupo, El año de la liebre- , Philip Roth -El mal de Portnoy- o Antonio Orejudo -Fabulosas narraciones por historias, Ventajas de viajar en tren-. Otros lo hacen desde las novelas de género policíaco o de ciencia-ficción, como Fredric Brown -Universo de locos, Marciano, vete a casa-, Terry Pratchet -Mundodisco- o Douglas Adams -Guía del autoestopista galáctico-. Finalmente, otros eligen el relato breve casi surrealista, como Slawomir Mrozec -La mosca, La vida difícil-, Fernando Iwasaki -Ajuar funerario- o Juan José Arreola -Confabulario definitivo-. 
No me gusta dejar en el blog reseñas tan genéricas sin recomendar al menos algún título en concreto. Voy a optar por tres muy distintos para que no me riñan quienes se animen a leerlos. El primero es un librito muy breve de Hermínia Mas, disponible en catalán y en castellano, que se titula ¿A quién le bajamos el sueldo? Se trata de una colección de relatos diversos bastante cómicos sin llegar a lo histriónico. El que da título al libro es tan divertido como actual, por no hablar de idiosincrásico.
Para segundo plato, un clásico: Los papeles póstumos del club Pickwick, de Charles Dickens. Me ha parecido una obra extraña, crítica y mordaz en ocasiones y amable en otras. Le he encontrado guiños a lo mejor de la literatura clásica, incluido nuestro Quijote. Por supuesto, por su extensión y su prosa del XIX no es apta para impacientes.
Para finalizar, traigo la referencia de una obra que me envió mi amigo Enrique Gallud Jardiel, nieto de otro ilustre Jardiel. Se trata de una Historia estúpida de la literatura, que como su nombre indica pretende reírse sanamente del noble arte de la historia y crítica literaria. El libro recoge fragmentos de pseudocrítica, parodias y escolios de clásicos literarios, apuntes absurdos... A mi juicio, el autor recupera la tradición del humor vanguardista, un humor que requiere su punto de erudición, un humor negro o gris que la guerra civil convirtió en reliquia. Probablemente, la poca gracia de la posguerra provocó que se juzgase a la ligera a autores como Miguel Mihura, Julio Camba, Álvaro de Laiglesia o el propio Jardiel Poncela, y eso también es otra asignatura pendiente de nuestra historia literaria y cainita. ¿Qué se puede esperar de un país cuyos mejores intelectuales y glosadores del momento son dos humoristas: El Roto y Manel Fontdevila?
Si alguien quiere discrepar, asentir o preguntar, para eso están los comentarios, incluso para echar unas risas.